Qué desastre: por primera vez el premio por excelencia se otorga a un gran compositor, el cual no lo rechaza, sino peor, lo desprecia.
Y ahora nos toca asomarnos a un pico importante de la cultura del siglo XX: Bob Dylan y, en un momento de frivolidad, queremos tomarlo sólo con motivo del Premio Nobel y del revuelo mediático surrealista que siguió el premio en sí - por primera vez concedido a un cantante de folk y rock - y la extraña reacción de Dylan que, durante mucho tiempo se ha quedado imposible de encontrar ( sic ) y luego dijo que, aunque sintiéndose honrado, no se presentará en persona a retirar el Nobel, citando pretextos ( “compromisos previos “) que, en su vaguedad han resultado ser pretenciosos, si no exactamente escandalosos.
Que quede claro, Bob Dylan es un genio, un poeta violento en las imágenes, refinado lingüísticamente y con una riqueza creativa hasta lo embarazoso. Ha revolucionado el idioma con en el cual trabajó tres o cuatro veces. Muchacho judío originario de una provincia inmóvil y para nada florida de la América profunda, llegó a Nueva York a principios de los años sesenta a raíz de la ola que llevó a cientos de aspirantes artistas a participar en los albores de una revolución de las costumbres que tenía en la música (y en particular en la música folk) su propia vanguardia. Hambre de éxito e ira sincera de vivir, afirmación personal y dinámicas generacionales han sido los factores inextricables que han hecho de Dylan el cantante más representativo de una época, el artista que, sin revelar nada y rechazando cualquier papel, es el prisma que todo absorbe y por medio del cual todo se vendrá abajo. Dylan era de la generación que creció en la miseria cultural de los años del macartismo (amplificada por pertenecer a una minoría y desde el confín de la provincia), había sentido su afirmación física en el rock and roll de Elvis, el cual suponía una indecible raíz negra, que entonces se fue refinando y fortaleciendo culturalmente y políticamente con la poesía beat, las batallas contra la discriminación, el redescubrimiento de una contracultura popular que ya tenía en el enfermísimo Woody Guthrie su mito fundador.
Cuando Dylan llega ese entorno ya bulle, pero hay algo más radical en su canto desgarbado y memorable, en su tocar perentorio y sin virtuosismos, en su capacidad de escribir de manera alegórica y narrativa al mismo tiempo. Un puñado de canciones de protesta escritas en menos de cinco años, permanecen después de más de cincuenta años tan sólidas en el imaginario, hasta lograr definir "juglar social" a un artista que ha cesado desde entonces de asumir posiciones legibles. Entonces ya era la hora de la "held electric", que le valió el epíteto de "Judas", entonces un mar de cambios que a veces podían entender una vuelta relámpago para una batalla sociales, a veces conversiones a alguna secta cristiana. A lo largo un artista inclasificable, no convencional, fugaz, que sin duda desde los años ochenta no ha producido más obras maestras, pero pudo siempre demostrar que todavía podía producirla (tal vez la última hasta la fecha "Love and Theft" en 2001).
El día de la langosta
Si había una rockero, sólo uno, a lo que era posible otorgar el Premio Nobel, esto sólo podía ser él, no se podía comenzar que de él, como si fuera lógico, casi como si ya lo hubiera ganado y el anuncio de que, inevitablemente, debía llegar no tuviera que ratificar una excelencia que todos o casi todos los que han trabajado en las canciones ya habían reconocido durante mucho tiempo, que era casi predecible. “Es como ponerle una medalla al Everest”, dijo con un toque de coquetería Leonard Cohen (otro que muchos consideraban merecedor del mayor premio literario) unos días antes de su muerte.
Es aquí que el artista que siempre ha optado por no ser tranquilizador, lo que no concede nada a su público, distorsionando, a veces de manera interesante y la mayoría de las veces mutilando, canciones entre las más importantes que se hayan escrito, pero que vive literalmente su vida en una tournée "infinita", que no conoce respiro desde 1988, aquí es donde Dylan ha desdibujado aún más los naipes, negándose a sí mismo, con lo que muchos han interpretado, antes de manera casi divertida y luego como un despecho histérico, como un acto supremo de esnobismo, como una falta de respeto lamentable.
Había quizás demasiadas expectativas colectivas para este Premio - que ratificó una vez por todas que la Canción es literatura - para permitir a Dylan de tomar un comportamiento que, en una inspección más cercana, es coherente con su propia historia: este fue un Premio percibido como colectivo, un Premio a las decenas de músicos que han influenciado a millones de personas, y Dylan hubiera tenido que ser solamente el representante de la categoría. Pero él no representa a nadie, habiendo perdido desde hace mucho tiempo incluso a sí mismo.
La posición ambigua de Dylan sobre los premios es conocida desde el '63, cuando su manager Albert Grossman fue capaz de colocarlo como invitado de honor en la ceremonia del Tom Paine Award del National Emergency Civil Liberties Comitte, un importante premio en un ambiente radical, elegante y rico, una especie de consagración temprana para un artista de 22 años de edad. Allí, durante su discurso de aceptación - adonde daba la impresión de estar completamente borracho - causó un verdadero escándalo: "Quisiera no verlos a ustedes aquí ante mí, personas sin pelo, que debería estar en la playa a nadar ... ustedes deberían estar en reposo, deberían estar de vacaciones para relajarse ... este no es un mundo para las personas mayores ... cuando los viejos pierden su cabello debe salir del camino ... miro a los que me gobiernan y veo que no tienen pelo en la cabeza... y hablan de los negros, y hablan de blancos y de negros ... y hablan de rojos, azules y amarillos " y terminó con una chocante referencia al asesinato de Kennedy ocurrido sólo tres semanas antes: “Tengo que admitir que el hombre que mató al presidente Kennedy, Lee Oswald, no sé exactamente lo que pensaba hacer, pero tengo que admitir honestamente que veo algo de mí mismo en él “, y terminó abrumado por abucheos. La posición de alergia a las ceremonias más tarde se reiteró con vehemencia en la canción “Day of the Locusts” de 1970, en la que se hizo referencia a la laurea ad honorem recibida en Princeton: “Oh, the benches were stained with tears and perspiration/The birdies were flying from tree to tree/There was little to say, there was no conversation/As I stepped to the stage to pick up my degree/And the locusts sang off in the distance/Darkness was everywhere, it smelled like a tomb/I put down my robe, picked up my diploma/Took hold of my sweetheart and away we did drive/Straight for the hills, the black hills of Dakota/Sure was glad to get out of there alive/And the locusts sang, well, it give me a chill.”
¿Teniendo en cuenta estos antecedentes conocidos por todos, entonces no será que la arrogancia no está en Dylan, sino en quienes piensan doblarlo a la voluntad de la Academia?
Si lo sabes lo premia, ¿pero si no lo sabes porque lo premia?
La primera vez de un cantautor al Nobel, se dijo, ¿pero Dylan es realmente un cantautor? Para nosotros, sin duda, es así, ¿pero es como tal que él se siente?
El concepto detrás de la consigna "cantautor" no es totalmente exportable: con las diferencias no insignificantes lo podríamos atribuir, adema que a los italianos, a los españoles y a los portugueses, con menos precisión a los latinoamericanos, a los francófonos (que son sin embargo más originarios), y a los cantantes del Europa del Este, con la significativa evidencia de los bardos rusos, que sin mojigatería se atribuyeron la definición de “poetas cantantes” y cuyas colecciones de versos, en las bibliotecas rusas, se encuentran en el mismo estante que los de Pushkin y Esenin. El público para un cantautor europeo es algo que se emparenta con el teatro de vanguardia, con las noches de poesía, con el cabaret alemán, en la versión proletaria con el night y los jazz club y a continuación, sólo en los años setenta, asume el papel de happening musical-religioso-político. El mundo anglosajón, con la notable excepción del Canadá francófono (propio Leonard Cohen es un ejemplo mayúsculo del cantante de habla inglés, pero de cultura francófona-europea), vive completamente diferentes y opuestos mitos.
En los Estados Unidos, Dylan todavía pertenece a una generación de pasaje que tiene sus raíces en la música popular de la calle: Dylan tiene algo del predicador Quaker que arenga en el centro del pueblo, del filósofo hippie, del bluesman que canta la salvación en la iglesia el domingo por la mañana y luego va a tocar la guitarra en el burdel, muchos mundos populares son los poderosos modelos de su cultura. No es con una medalla que se hubiera podido canjear el bluesman Leadbelly de su condena por homicidio, hay a la base de esas vidas (y en la memoria viva de sus seguidores) una experiencia muy dura, irreconciliable. Por supuesto que el comportamiento de Dylan nunca fue muy urbano, y especialmente en este caso no se ha desmentido: Dylan sabe desde hace mucho tiempo no ser el héroe de la clase obrera Woody Guthrie, y nunca ha querido ser tampoco un acróbata vitamínico como Bruce Springsteen, que convirtió el concierto de rock en un ejercicio muscular y adora el público que contracambia. Dylan se encuentra en el medio, irresoluto, más ciego que Homero andando a tientas genialmente, sabiendo muy bien a dónde va pero sin saber por qué, sin paz en una tournée sin fin. Dylan desprecia a su audiencia y su condena a tocar eternamente, lo hace como si estuviera perseguido por la miseria, como si ignorara ser un multimillonario. Este es su genio, su condena y su mal carácter. Dylan se siente relacionado en el mismo grado con Elvis, con Guthrie, con Rimbaud, con Charley Patton y con... Abraham Lincoln. No vive el parentesco/dependencia de la Literatura Académica ni el sentido opuesto de la superioridad y el resentimiento económico respecto el pop. Invitarlo en Suecia significa invitar tanto a un heredero de Whitman como a Jerry Lee Lewis, el rockero de los años cincuenta apodado "el killer", que incendiaba los pianos para perjudicar a los que sonaban después de él. Dar el Nobel Dylan es como invitar a un artista de pavimento, con el talento de un Miguel Ángel, en la sala de la nobleza literaria pensando que no es constitutivamente extraño y alieno a este mundo. Probablemente pintará su peor bodrio (porque no tiene que demostrar que es bueno: la habilidad de un artista de la calle es sólo la manera de conseguir más monedas) y además se robará todos los cubiertos de plata y dejará una mierda en la alfombra buena. Dylan no es Sartre, no boicotea y no aprueba, Dylan es Jokerman: el tramposo, el ladrón, el mercader. No tiene posiciones éticas, él sirve a la belleza y además es notoriamente un idiota ("demasiado gilipolla por ser corruptibles" dijo más o menos Patty Smith, que fue en su representación en Suecia). Así que el hecho de que no se presentó fue el máximo de la cortesía que se le podía pedir.
Maurizio Bagatin…de una nota de Alessio Lega, febrero 2017