lunes, 21 de enero de 2013

Prólogo al libro de Lewis Mumford "Textos Escogidos"

Daniel Mundo

Tradicionalmente la técnica fue concebida como un apéndice del hombre que venía a subsanar sus falencias congénitas o a aminorar sus imposibilidades naturales: a diferencia de todo el reino animal los hombres debemos inventar un mundo artificial para poder vivir. La técnica y la lengua son los dispositivos que permiten tal construcción. Para un pensamiento centrado en la grandeza del hombre, en la exaltación de sus cualidades incomparables (la solidaridad, la generosidad, la valentía, la duda existencial, la comprensión y la interpretación de lo vivido, etc.), no es descabellado pensar a la técnica como un instrumento a su servicio, que de un modo racional y ético éste gobierna para su propio beneficio y engrandecimiento. Ahora bien, la hora de este tipo de pensamiento y de esa manera de concebir a la técnica parece llegar a su fin. La obra de Lewis Mumford encarna el esfuerzo agónico por retardarlo[1].

La tarea que se propuso era titánica. Es verdad, sin embargo, que la generación a la que perteneció Mumford fue la última para la que este tipo de pensamiento aún guardaba sentido. Mumford nació en Queens en 1895, vivió toda su vida en New York —capital del siglo XX— y murió en 1990. Cuando el pensamiento sobre la técnica comenzó a transformarse, es decir, cuando la injerencia de la técnica empezó a tener una preeminencia por sobre los valores humanos, Mumford ya era un hombre formado. Aunque sus obras fueron de las mejores radiografías que se le hicieron, no iba a poder aceptar el creciente dominio que la técnica ejercería sobre los deseos y pasiones del ser humano. Que él abogara en defensa del hombre, que él aún creyera que “la técnica es neutral” y que depende del uso que se haga de ella la positividad o negatividad de sus efectos[2], que siguiera planteando la necesidad de darle fines y valores humanos a los inventos técnicos, para no mencionar sus propuestas utópicas o superadoras, da cuenta de lo que cambió el mundo, el pensamiento y la técnica en los últimos cincuenta años. Como casi siempre, y en el caso de Mumford también, las respuestas son mucho menos iluminadoras que las preguntas de las que partieron.

Por ejemplo: buena parte de su obra está dedicada a historiar y pensar la relación entre la técnica y la cultura y la formación del ser humano, con el objetivo consciente o inconsciente de desnudar el mito que defiende la neutralidad de la técnica. Es su humanismo empedernido el que no lo deja aceptar del todo la sumisión que sufre el hombre al aparato que él mismo creó. Su análisis de la sociedad moderna a más de setenta años sigue evidenciando, sin que debamos ser especialistas para verlo, el indeclinable proceso en el que aún nosotros hemos sido moldeados. Su propuesta para revertir este proceso y devolverle al hombre los principios orgánicos de los que nunca debió alejarse, si bien fueron efectivos en su vida —pues sin duda Mumford vivió de acuerdo a ellos—, hoy suenan a impostura bienpensante. Son doblemente ineficaces: dejan al crítico cultural con el regocijo de haber hecho bien la tarea, sin necesidad de intervenir en la realidad. ¡Cómo no vamos a defender sus consignas inclaudicables: “Si hemos de salvarnos de la amenazadora catástrofe de las funciones técnicas, debemos restablecer la primacía de la persona humana”[3]!

Pero ¿a qué se refiere Mumford cuando menciona a la persona humana? He aquí su aliento anarquista: un ser de iniciativas que tiene la capacidad de discriminar y tomar decisiones, que puede y desea autogobernarse y orientar su vida y elegir su estado de ánimo; seres que saben escuchar sus sueños y vivir en consecuencia, y que luego de actuar son capaces de comprender lo que hicieron —sin justificarse ni absolverse—, de interpretarlo y finalmente de reconciliarse con ello[4]. En la facultad de comprender encuentra Mumford el rasgo típico del ser humano:

“Si todos los inventos mecánicos de los últimos cinco mil años fueran borrados habría sin duda una catastrófica pérdida de vida, pero el hombre continuaría siendo humano. En cambio, si desapareciese la facultad de comprender (…) el hombre se sumiría en un estado cercano a la parálisis, más desvalido y brutal que el de cualquier animal”[5].

¿Quién no se ampararía bajo la sombra de un ser humano como ése? Sin embargo, lo que encontramos en nuestra vida cotidiana es algo muy distinto: un ser mezquino, preocupado principal o únicamente por su propio beneficio, que calcula sus entregas y las devoluciones, un ser impersonal y egoísta. Mumford, para caracterizar a este nuevo homúnculo, hablará del hombre posthistórico, un ser que sólo sobrevivirá si se integra y adapta al  xtenuante y/o placentero ritmo de la máquina[6]. ¿En qué consistirá la preocupación central de este nuevo ser? “En el dominio de las energías naturales y el dominio de la vida humana mediante la posesión de esas energías”[7]. La explotación de la naturaleza y el dominio del yo integran junto con la conquista de los nuevos espacios (antes de ayer, la colonización del Nuevo Mundo; para el imaginario en el que escribe Mumford, el alunizaje; hoy, la exploración del espacio interior del cuerpo, el ADN, etc.) y la capacidad artificial de producir vida (la clonación, la fertilización técnica, el proyecto Genoma Humano, etc.) los objetivos patentes de la modernidad que aún siguen vigentes. Lo que cayó es su faz humanitaria, o mejor, humanista: lo que se desea conservar o mejorar ya no es el hombre, es la vida. Lo que sobrevivirá pertenece a la biotécnica:
“Dentro de la cultura posthistórica la vida misma se reduce a lo predecible, el movimiento mecánicamente condicionado y regulado, habiéndose eliminado todo elemento no calculable, es decir, creador[8].

El hombre posthistórico es un nihilista consumado. Puede sacrificar la memoria si con eso erradica de su vida el dolor; la esperanza, si con eso se salva del esfuerzo y el desencanto.

Es comprensible el tono apocalíptico que aquí asume la voz de Mumford. En el hombre posthistórico o posmoderno se cumplirían los vaticinios más oscuros que el romanticismo de Mumford había presagiado: obediencia, conformismo, uniformidad, estandarización, impersonalidad, repetición compulsiva, rutina metódica. Lo peor, tal como lo ve Mumford, ni siquiera son estas conductas, que podrían complementarse con otras donde “las cosas salvajes e indomables” se pondrían en juego; es la complacencia y la felicidad con las que se consuman, como si no hubiera opción, lo que las convierte en siniestras. Una raza de seres que come un pastiche gourmet, pero que ha olvidado “que comer comida fue en otro tiempo un placer”. Si como lo recuerda Mumford, en su origen el concepto de técnica abarcaba también a la experiencia artística, y suponía un modo de vivir elegido, una forma de vida creada e investida, en el modo de vida técnico que impone la regimentación social moderna lo que se sacrifica es el plus o la diferencia entre lo artístico y lo técnico. Como un músico que tiene una buena técnica para interpretar una gran variedad de obras, pero al que le falta ese excedente audible que lo convierte en un artista. O al revés: cuando el arte apela a una técnica arbitraria y caprichosa, con manchas arrojadas desde el pomo del óleo, y el alcoholismo regurgita en el interior de ese ser-creador masificado y repetitivo, lo que podrá extraerse de allí para iluminar el futuro valdrá como prueba documental. Un síntoma de la enfermedad del presente. Ése era el presente neoyorkino de Mumford.

Mumford tuvo dos grandes flancos para acosar a su presente: uno es este que venimos desplegando, en el que se contempla no sólo lo creativo de la técnica, no sólo lo que la técnica genera en contra mismo de su supuesto hacedor, sino también el poder destructivo que despierta la misma monomanía técnica. Por un lado —como decanta por sí solo al revisar a casi todos los pensadores de ese momento histórico—, el poder de la bomba atómica como la capacidad del género humano de autodestruirse y hacer desaparecer todo lo conocido. Por otro lado, partiendo del principio de que el poder creativo del ser humano debe necesariamente manifestarse, lo puede hacer de dos modos: de un modo positivo, con obras y construcciones; o de un modo negativo, complaciéndose “en la creación negativa, esto es, la destrucción”[9] o las desobras. Las vanguardias artísticas son una muestra de ello.

Ahora bien, si bien es cierto que “cada vez nos tornamos más bovinos, vulpinos y simiescos”, Mumford no resiste la tentación de darle otro final a sus críticas profecías. La integración mundial —afirma— es un hecho, y es un hecho que las condiciones laborales están cada vez más facilitadas por la técnica; el giro que hay que provocar en la cultura debe conducir al hombre de “una economía de la adquisición” y el consumo compulsivo a una “economía lúdica”, regional y limitada. El ser humano deberá hacer carne la unidad orgánica entre él, la naturaleza y la técnica: “La principal tarea del hombre consiste hoy en crear un nuevo ser”[10]. Pero la fisonomía que Mumford imagina para ese ser proviene, como era de esperar, del pasado: un Súper Hombre generoso. Lo cierto es que, tal como lo profetizaba oscuramente el mismo Mumford —casi en contra de sí mismo—, ese nuevo ser es hoy —y lo será mucho más mañana— un ensamblaje indistinguible o un híbrido de naturaleza-ser-humano-técnica. No son los viejos valores del humanismo los que han primado.

El otro flanco por el que Mumford aborda críticamente a la Época Moderna consiste en pensar la organización o (no) planificación urbana que la caracteriza, y que pululaba bajo sus propios ojos, en la Nueva York que él amó, por ejemplo. Mumford parte de que el modelo urbano de la modernidad es la megalópolis, esa ciudad con millones de habitantes en las que se asienta el poder monopólico del capitalismo, que sólo se maneja con una economía monetarista y un tipo de financiación basado en el crédito. Si bien la forma básica de vida metropolitana consiste en el hacinamiento y el movimiento incesante de muchedumbres, los diversos estilos de vida que imperan en ellas fundan los estándares vitales que rigen como paradigmas de la vida moderna: desde la limpieza del cuerpo hasta la moda o el consumo cultural o el prestigio pecuniario, etc. La clásica dicotomía de la sociedad de masas que confunde masificación e individualismo.

Lo que caracteriza a las megalópolis modernas es, básicamente, su red de transportes: el sistema de transporte en sentido horizontal, tanto público como privado (ferrocarriles, planificación de calles y sendas peatonales, ómnibus, subterráneos, carreteras, etc.), como el transporte en sentido vertical: los ascensores y los edificios con más de cuatro o cinco pisos. Por supuesto que las transformaciones técnicas intervienen en la vida de la ciudad: los medios de transporte o la canalización del agua, por ejemplo; pero lo que suelen estimular estos “adelantos” es precisamente lo que se volvió el problema central de la urbe: la congestión, tanto de habitantes, pasajeros, automovilistas como de residuos o información. Para Mumford sólo algunos arquitectos clarividentes, como Frank Lloyd Wright, propusieron soluciones creativas, es decir, no-técnicas, a los gravísimos problemas que asolan a estas ciudades monstruosas[11]. En la era de los funcionarios, los arquitectos y urbanistas perdieron de vista que “lo que define a una ciudad no es el número sino su arte, su cultura
y su propósito político”[12].

En La ciudad en la historia Mumford plantea que las megalópolis no son un invento moderno, pues en el pasado ya hubo algunos casos: Babilonia, Roma, etc. Estos casos son contados. Hoy, en cambio, abundan en todo el globo terrestre. Ahora bien, hay otro tipo de ciudad que la modernidad aún no conoce, al que Mumford le da el nombre necrópolis: la Roma Imperial es el ejemplo. En determinado momento la megalópolis implosiona. Las prácticas de entretenimiento masivo (desde la lucha de gladiadores hasta el indiscriminado uso de los aparatos de televisión), la concentración de la riqueza, lo fastuoso de los monumentos, la estandarización del gusto producida por la publicidad y el periodismo, los sistemas de distribución energética, el apelotonamiento de la población, las vías de comunicación, etc., terminarán funcionando a espaldas de las necesidades y deseos auténticamente humanos, y la ciudad, así, entrará casi sin advertirlo en su proceso de decadencia y muerte. Mumford apuesta que la iniciativa humana sabrá prever esto y habrá trasladado al hombre a otro rincón del mundo donde ya está construyendo su nueva morada, y el nuevo estilo de vida que esta morada habilita. Un tema que Mumford también llegó a prever es qué sucederá cuando no haya rincón del planeta que no esté ya colonizado y planificado.

Sin embargo, por ahora, uno de los más graves problemas creados por la técnica moderna en lo que respecta a la vida urbana, y que la afecta para siempre, es para Mumford el automóvil. Desde ciudades cuya prioridad es la circulación de los automóviles —para favorecer la cual, por ejemplo, se distribuyen en los accesos a la ciudad playas de estacionamiento intentando administrar el tráfico, o se construyen autopistas que la atraviesan en lo alto—, hasta ciudades planificadas in vitro, como Los Ángeles, para habitantes que no desean ni caminar ni utilizar el servicio público de transporte. De algún modo toda la naturaleza terminó sometida sirviendo al automóvil. Mumford, a mediados del siglo, se alarmaba al comprobar que el automóvil, fetiche o símbolo de la vida norteamericana, ya formaba parte de la vida europea. Lo que lo sosegaba era que el automóvil europeo renunció a la fastuosidad que el norteamericano deposita en el tamaño. No es el primero en comprender que ese medio de locomoción individual convierte a las calles en simples lugares de pasaje, y que altera los nervios y obliga tanto a conductores como a peatones a un grado de atención que ningún otro medio de comunicación supone. Los argentinos nos enorgullecemos por los automóviles que poseemos. La cantidad de autos a estrenar vendidos en un mes representa para nosotros un índice de prosperidad o de crisis económica.

No es de extrañar que en un mundo de funcionarios y especialistas —donde las obras semejan informes, y los pensamientos, papers— la figura de Mumford llame la atención. Perteneció a la última o a la penúltima generación para la que el saber no estaba compartimentado en claustros ni encerrado en  cademias, así como lo creador del arte no dependía de su valuación en el mercado. Por ello Mumford apelaba aún al pensamiento, a la comprensión y a la experiencia artística. Su obra es demasiado amena y vasta como para suponer que una antología de sus trabajos alcanza para conocerla. Espero que ésta sirva como una simple invitación para leer alguno de sus libros, que aún se consiguen en las librerías de viejo de Buenos Aires. Yo releo a Mumford y remedo ese gesto suyo de aferrarse a la mano del ser humano, aunque pocos como él vieron venir la avalancha que lo arrasaría. No podía abandonar al hombre así como Ahab no era capaz de deshacerse de su presa o víctima; o Bartleby, de desactivar su impotencia.

Agosto 2008
Pp 7-18

Mumford, Lewis
Lewis Mumford: Textos escogidos - 1a ed. -
Buenos Aires : Ediciones Godot Argentina, 2009.
224 p.


[1] Es significativo que el primer libro de Mumford haya sido una biografía de H. Melville. Melville no sólo fue uno de los escritores más representativos de la Norteamérica del siglo XIX; inventó dos personajes que por diversos motivos se convertirían en emblemas fácticos o contrafácticos del hombre moderno: Ahab, el capitán de Moby Dick, y el escribiente Bartleby. Algo desmesurado como lo que representan estos personajes hay también en la obra de Mumford.
[2] Mumford responsabilizaba al “capitalismo privado” el haber hecho de la técnica un dispositivo pernicioso para la sociedad. Esto no significa que Mumford no haya defenestrado al colectivismo soviético. Hoy parece evidente que la sociedad (salvo pocas excepciones) no tiene ninguna intención de renunciar a ese capitalismo que “la pierde”.
[3] Arte y técnica, Buenos Aires, Editorial Nueva Visión, 1958, p. 49.
[4] Mumford optaba por el mito de Orfeo antes que por el de Prometeo para explicar el connubio entre la técnica y el hombre: por los símbolos y el canto, antes que por el fuego, los hombres fueron capaces de reunirse, crear comunidad y amarse. Es por la lengua, no por la técnica, que los hombres podemos prolongar e intensificar los instantes significativos de nuestra vida; Mumford comprendió que su perpetuación técnica —al pre-disponerlos como siempre-presentes— les resta valor hasta volverlos
insignificantes.
[5] Man as Interpreter, Nueva York, Harcourt Brace and Company, 1950.
[6] El concepto de “hombre posthistórico” Mumford lo toma del libro de su amigo Roderick Seidenberg que lo lleva por título.
[7] “El hombre posthistórico”, en Las transformaciones del hombre, Buenos Aires, Sur, 1960, p. 184.
[8] 8. Op. Cit., p. 186.
[9] 9. Op. Cit., p. 199.
[10] 10. Op. Cit., p. 206. Mumford recurre a los conceptos de Patrick Geddes para pensar la posible “regionalización” que en el futuro ordenará al planeta. Ver los capítulos “La estructura general de la civilización” y “La política del desarrollo regional” de Las culturas de las ciudades, Buenos Aires, Emecé, 1945. El último capítulo es un análisis del probable nuevo orden urbano afincando en una matriz social democrática que integre todo el globo terrestre.
[11] Lo hace en las notas periodísticas que Mumford publicaba con asiduidad en The New Yorker, algunas de las cuales están recopiladas en F. Lloyd Wright y otros escritos, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1959; o La carretera y la ciudad, Buenos Aires, Emecé, 1966. Las reflexiones ácidas que Mumford despliega sobre las planificaciones que se practican en las ciudades occidentales, y en particular las que se ejecutan en Nueva York, no pueden dejar de iluminar lo que se está produciendo en la Buenos Aires de principios del siglo XXI: la prosperidad económica aniquila la vida en común.
[12] La ciudad en la historia, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979, p. 158.

No hay comentarios: