(6 de junio de 2014)
Esos puntos color rojo amarillo naranja son naranjas. Naranjas pequeñas, las primeras del invierno de este árbol que me dio naranjas de tamaño mediano en el verano. Escoger una, dos, arrancarlas, comérmelas. (Arbolito naranjo en la jardinera de la avenida Heroínas esquina parque de la Torre. Y qué bonito es, simétrico, mesuradito, no pasa de los dos metros y medio.)
Cuánta naranja de invierno, de verano en Cochabamba, cuántos sabores diferentes en ellas, jugo más, menos dulce, más o menos ácido. Cuántos naranjos en las calles o dentro de las casas, en los jardines delanteros, sacando los extremos de unas ramas para que, al paso, quienquiera se sirva.
Dos años y medio después, el árbol se seca, tiene tres cuartas partes de sus ramas secas, y las pequeñas naranjas que le quedaban, resecas, se le cayeron.
Tres años después, el árbol está seco, le cortaron ya todas las ramas, menos un trozo de una, a la que se prenden unas pocas hojas secas, muy secas. Toco la madera. La madera rajada del delgado tronco del árbol muerto que pronto no estará más aquí. Me pregunto para hacer qué la madera servirá, a quién se la puedo señalar, pienso en frío, como hombre, en el uso, el aprovechamiento, el consumo, en lo que, en cierta secuencia de las cosas de esta vida, viene después de la muerte de unos, o dicho así, después de su sacrificio.
(El sacrificio, el derribe, el destazado, la muerte inferida, el ofrecimiento, la entrega, el don.)
EL NARANJERO
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