jueves, 5 de abril de 2018

FIESTA DE CAMPO -Claudio Ferrufino Coqueugniot

La gente prepara con gran afición las fiestas matrimoniales. A más pobre y más campesino, mejor. Es un acontecimiento, no una trivialidad y merece detenimiento sumado a esfuerzo. Los carpinteros preparaban un toldo inmenso que tendría que albergar a doscientas personas. Se habían cortado jóvenes eucaliptos para las columnatas que sostendrían la carpa. También se construyó una tarima para el conjunto. Contrataron a la Swimbaly, pero no la orquesta original que era inalcanzable en su precio, que tocaba para narcos y presidentes, sino a la chuta, la espuria.

Se casaban dos sociólogos amigos, gente de bien, gente de pueblo. De aquellos que a veces concedían un tiempito para interrelacionarse con nosotros, los pesados, los del vicio. El contacto estaba más a nivel estudiantil, de preparación de charlas y manifiestos, cosas que me cansaban sobremanera pero que a veces no lograba eludir. De mis mujeres al menos tres tenían eso como algo integral de sus vidas. Eran activistas políticas. Y Elina sin ser universitaria adoraba sentirse miembro y parte de la mentirosa transformación del mundo.

A ese matrimonio asistió la crema de la revolución social. Se reunieron los inteligentes e inteligentemente conversaron en altas esferas de pensamiento. Yo me dediqué a bailar. La cumbia y la cueca y hacer sentir a Elina que la amaba, y que mi cuerpo lo reflejaba apenas se acercaba a mí. Pero claro que otros venían con falso respeto a invitarla a bailar. Entre camaradas de la subversión mundial no podían existir prejuicios burgueses y accedía con sonrisa. Pero la ira iba creciendo a medida que los cócteles calentaban mi cerebro.

Comencé a portarme descarado, a bailar con otras y besar cuellos. A ignorarla. Elina no sé si con sorna o. desdén evitaba cruzar miradas conmigo. La parodial Swimbaly acometió con un taquirari pegado. Un individuo de alta filiación partidaria la atrajo hacia sí, ajustándola demasiado. Me le lancé encima y con un ladrillo le partí la cabeza. Por la herida brotaron Marx y Lenin a borbotones. Alguno quiso intervenir pero ya la bestia se había soltado y agarré un machete que los carpinteros usaron para desbastar unos asientos de tronco. La música no se detuvo. El vocalista tenía las pupilas inflamadas por la coca. No estaba presente allí, en un idílico campo de la rinconada. Estaba como yo en el país de los enanos, y Gulliver aferraba un cuchillo inmenso que acabaría con la población entera de Liliput. Nos vamos, carajo, y la estiré. Salimos empolvados por caminar media hora en rutas vecinales hasta encontrar un auto. Metí el machete por un costado y lo disimulé en el muslo. Ahora nos vamos a mi mundo, carajo, maldita, donde ninguno de tus putos comunistas asoma porque hiede, maricones.

Y dimos un raid por varias chicherías donde encontramos conocidos, recepción alegre, amabilidad. Caminamos por barrios donde hacíamos un giro para evitar a los beodos caídos. Terminamos donde nos conocimos, en los alcoholes y de cuclillas exterminamos el resto de la noche. Como era fin de semana y nacía otro domingo me fui con ella, me tiré al colchón del piso. Al querer amarla ya no pude. Me había extenuado y comprendí que mi juventud no era de tanto hierro como creía. Dormimos abrazados y ninguno de los dos sabía lo que pensaba el otro.

FUENTE: "Muerta ciudad viva". Claudio Ferrufino Coqueugniot. El País, 2013; (pp. 174-175).
Imagen: Mario Unzueta. "El resplandor del valle".