jueves, 25 de mayo de 2017

Hoy (17)

La mujer de pollera llora. Seca sus lágrimas con el puño de su chompa. Habla por el teléfono. Escucha por el teléfono. Apoya los codos en el reclinatorio sobre el que está el aparato. Inclina la cabeza, tiene la gruesa mano de trabajadora, con uñas pintadas de color metálico, la mano la tiene en la sien, un dedo tocando su oreja. Levanta el torso la mujer. Estirado está su brazo hacia el aparato, y corre los dedos sobre el vidrio sobre el que está el teléfono, las yemas de sus dedos gruesos. Ahora su dedo índice golpea, la yema de su largo dedo, el vidrio. Y llora ella; yo la puedo oír. Me da la espalda. Vestida con ropa de color café la mujer. Habla en quechua pero no logro distinguir sus palabras. Ahora, como para traer la despedida, dice, entiendo: "Arí. Ya. Chau". Pero sigue hablando, en voz alta esta vez, y entiendo algo de lo que dice. Seca con la palma de su mano su barbilla, la parte de arriba de su labio superior. Sus manos se mueven en torno al aparato, agarran el cordón del teléfono. Y me mira.

Yo, al empezar a escribir esto, escuchaba : "Cause you don't really love me, you just keep me hanging on. Set me free, why don't you baby. Get out of my life, why don't you baby... Let me get over you..." Pero dejé la música y ahora nada más escribo esto, olvidado por un rato de la maciza y quizá hermosa mujer de pollera que está en la cabina locutorio que colinda con la máquina computadora donde escribo esto, olvidándola, porque dos niños, uno de hasta siete años, con el (supongo) hermano de hasta tres años de edad sobre sus faldas, el niño mayor de ellos me pide cómo entrar en juegos en la computadora del lado. No parece haber juegos en su máquina. Pero la mujer, sus sollozos en voz alta : "Chay desgraciada warmi...", su llorar dentro de la cabina de vidrio, me hacen de nuevo atenderla, aquí, a un metro de distancia de mí. Sigue despidiéndose, nombra a su interlocutora. "Cualquier cosa, te digo", dice, en castellano. Y, muchos minutos luego de haberlo empezado, y mientras ella sigue en la cabina, agarrada del teléfono y manejando un blanco pañuelo, decido dejar este hilo, cerrar este texto. "Kunan mana (aquí suprimo lo que dijo)". Los niños de al lado reclaman mi ayuda; cuando su tiempo, diez minutos, se les acaba, pueden ver la pantalla desde la que pudieron haber entrado a unos juegos de computadora. Se van. Sale de la cabina la mujer de cara redonda y dientes de bordes de oro. Cierra la puerta de vidrio. Se va. Está pagando. Se irá.


Fuera de medida

¿ Qué siento al ver esas fotos muy grandes donde aparecen los detalles las partes de las comidas que uno pagando comería en los negocios al frente de los cuales están esas fotos desmesuradas con sus hilachas monstruosas de carne de pollo o sus gigantes tajadas de carne de res y lonjas de huevo pasado más grandes que la cabeza de uno junto a verdes pardas pelotas que representan alverjas mayores que la boca abierta que desea los jugos colorados oxidados que puedo imaginar que saltarían a borbotones si la cosa que las fotos esas figuran fuera me imagino por un instante fuera real ?

Asco, siento repulsión, pierdo el hambre.

Y pienso en la gente chola de aquí del valle de Cochabamba, que, acatando el comando de sus domeñadores, se ponen a desear eso, los trozos de masticar, que les arrojan al hoyo donde los confinan para que no les estorben en su afanosa labor de destruir la realidad, y entre la realidad, destruir el valle de Cochabamba. Gente que desea eso que tiene, gente, entonces, conforme, tranquilizada con comida, anestesiada por la panza. ¡ Cómo habrán sufrido de hambre sus abuelos, que estos nietos aun se dejan guiar por la amenaza del hambre, por el señuelo de la amenaza de muerte por hambre !

Metidos, inmersos en el terror al hambre inminente hay que estar para, viendo esas representaciones hacer el más tenue vínculo entre ellas y las cosas de comer. Hay que haberse dejado comer por el miedo, hay que ser presa de él, y más que presa del miedo, hay que ser pieza en deglución por los dientes del miedo al hambre para poder sentir en la boca algo de expectación al ver las monstruosidades esas culinarias que las fotos de propaganda nos muestran.

Son feas. La publicidad es fea. La publicidad desmedida es muy fea. Y son dispositivos de publicidad pensados para la gente que va en carros, que, desde lejos y a medida que se aproximan a ellas, las ven crecer, junto con su estupidez.

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La misma ciudad que soporta tal publicidad de tamaño grande de comida es la que, cerca, junto a esas fotos, cierra clausura los lugares donde los comensales vayan a hacer del vientre, la ciudad que permite que sus lugares públicos, abiertos donde alguien urgido cagaría, sean enmallados a la espera de que la junta de vecinos negocie con un empresario la venta furtiva del lote.

Anónimo de La Cancha

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