Carlos Crespo Flores
Es el título de
una conmovedora canción de la banda The
Pretenders. Chrissie Hynde, su vocalista, la escribió en 1982 luego de
regresar a su ciudad natal, Akron, Ohio, solo para descubrir que el “desarrollo”
y la cultura del automóvil, habían despojado a la ciudad de su carácter y
destruido los lugares en los que había crecido: “Volví a Ohio/Pero mi ciudad se había ido/…Todos mis lugares
favoritos/Mi ciudad había sido derribada/Reducida a espacios de parqueo”.
Es el mismo sentimiento que me acoge contemplando la
ciudad de Cochabamba, la urbe marketineada por el actual gobierno municipal
como “sorprendente” o la “ciudad de todos”. El hábitat valluno
donde crecí y amé no existe más, ha sido reemplazado por un espacio urbano
polucionado, segregado y vigilado. El Estado y el Mercado en sus ángulos mas
temibles ha llegado como una aplanadora, tranformando irreversiblemente la
campiña valluna.
Soy parte de una generación que se curtió
principalmente en la calle, el barrio, desarrollando un sentido de pertenencia
al lugar, al microespacio, por tanto una identidad local. De esta manera, se
podía hablar de los “caracoteños”, “calacaleños”, “sarqueños”, o
“jauhuayqueños”. En mi caso, provengo de la “9 de Abril” y luego del “Complejo
Fabril”. Hoy, no existen más tales identidades: la homogeneización paisajistica
kitch del cemento (“ch’ojcha”
llamaría el escritor Juan Cristobal Mac Leran) y el síndrome de desconfianza en
el “otro” en nombre de la inseguridad, han debilitado irreversiblemente la
imagen de la ciudad y sus diversas sensibilidades/imaginarios espaciales.
Lamentablemente no puedo ignorar que la población local
valluna ha aceptado la transformación de la ciudad. En una suerte de
servidumbre voluntaria ambiental, ha internalizado como un valor positivo la
destrucción paisajística: son los mismos vecinos que cortan árboles, admiten el
cementado de áreas verdes y la construcción de infraestructuras inútiles en
espacios protegidos. La tierra de los poetas Man Cesped y Adela Zamudio,
amantes de la naturaleza del valle, ha sido arrasada por sus mismos habitantes.
Más aún, los cochabambinos han caído en la adicción petrolera; ricos y pobres,
indios, cholos y criollos, asumen que el automóvil es el símbolo del progreso y
la modernidad, a la que se debe acceder (tanto que el presidente del Estado Plurinacional
lo ha considerado un derecho humano). Y cerrando la tragedia, el discurso de la
inseguridad, por tanto la desconfianza en el otro se ha impuesto: frente a la
violencia y la inseguridad se acepta incrementar los gastos defensivos, desde
la vigilancia policial barrial, pasando por las cámaras de seguridad, hasta el
autoencierro espacial, como se evidencia con el crecimiento de condominios y
barrios cerrados. El miedo es el dispositivo más eficaz para establecer una
sociedad de disciplinamiento y control.
“Volví a Ohio/Pero mi bonita campiña/Había sido pavimentada por
el medio/Por un gobierno que no tenía orgullo”, se lamenta
Hynde. Como la ciudad norteamericana, en Cochabamba hemos perdido el paisaje
que hacía exclamar en quechua al poeta Saturnino Olañeta a fines del S XIX: “Nuestra ciudad, Cochabamba,/Se aduerme al
pie del Tunari./Toda colmada de flores,/Cuán bella es nuestra ciudad.No se
conoce la pena,/Tan solo existe la hemosura/Y todos, sin que falte uno,/Viven
alegres en ella”. Sean de derecha o izquierda, liberales o marxistas,
nuestros gobernantes han sido seducidos por la ideología del progreso y “le
meteremos nomás”.
Al biólogo Francisco Varela le preguntaron alguna vez
si veía soluciones a la crisis actual, este respondió que los lunes, martes y
miécoles era optimista para encontrar salidas, pero el resto de los días de la
semana no las avizoraba y se hallaba pesimista. Hoy me encuentro en esos días
oscuros. Lo siento.
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