Por Christian Ferrer
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No hay muchas ideas que hayan merecido su nombre. El
anarquismo pudo reclamar ese derecho, y a ello contribuyeron las impugnaciones
gubernamentales y las connotaciones pánicas que fue acumulando su historia. Los
anarquistas afrontaron por un siglo entero el repudio y la persecución por
parte de todos los Estados por igual, irritados por los rasgos excéntricos y
extremos de este pensamiento del “afuera” y tan refractario a los símbolos de
su tiempo. Originados en una horma anómala, los anarquistas aprestaron y
difundieron propuestas que no estaban contempladas en el pacto fundador del
ideario republicano moderno y que darían contorno a la imaginación antagonista
del dominio del hombre por el hombre. No sorprende que una “leyenda negra” haya
acompañado la historia del movimiento libertario: utopía, nihilismo, asociales,
quimera política, fogoneros de asonadas violentas, maximalistas intratables.
Las recusaciones no han sido escasas pero, aunque diversas y proferidas con
buena o mala fe, no dejan de ser triviales, pues la cualidad “absoluta” o
“purista” de las demandas anarquistas no las transformó necesariamente en el
cerrojo de una petición imposible sino en el tónico de un pensamiento exigente
que nunca ha favorecido fáciles transacciones políticas o éticas. De allí
también que el anarquismo jamás se beneficiara de la indiferencia pública.
La “democracia” es considerada por muchos el régimen que
ha logrado conceder al habitante el mayor grado de hospitalidad política
posible. Pero la hegemonía de que disfrutan en la actualidad las instituciones
asociadas a la representación quizá sea consecuencia de una abdicación, efecto
de decepciones históricas.
Y aún, no es difícil reconocer en los regímenes
representacionales realmente existentes la yerra del aprendizaje de la sumisión
humana, que en el siglo XX se impuso, bien con maneras despiadadas, bien
sofisticadas. Con más razón causará asombro al lector de la historia de las
ideas que en un tiempo casi olvidado haya podido promoverse una sociedad sin
jerarquías e instaurado instituciones y modos de vida regidas por costumbres y
valores libertarios, cuyo rango abarcó el anarcosindicalismo y el
individualismo anárquico, el grupo de afinidad y la práctica del amor libre, la
enseñanza del antiautoritarismo en las escuelas “racionalistas” y la difusión
de una mística de la libertad hasta los confines geográficos más inhóspitos del
planeta. Los anarquistas conformaron una corriente migratoria “hormiga”, en
cuyo corazón y tripa se albergaba la proyección de un atlas inédito en cuestiones
económicas, políticas y culturales. Quien releve los actos históricos del
anarquismo, en los que se grabaron a fuego una moral exigente y tenaz,
actitudes disidentes e imaginativas, humor paródico de índole anticlerical e
innovaciones en el ámbito pedagógico, se encontrará con una reserva de saber
refractario, fruto de un maceramiento que hoy está olvidado o es desconocido
por la cultura de izquierda. De hecho, la supervivencia del anarquismo es, por
un lado, casi milagrosa, dada la magnitud de hostilidad que debió sobrellevar y
las derrotas que hubo de encajar; por otro lado su perseverancia es
comprensible, pues no ha surgido hasta el momento antídoto teórico y
existencial contra la sociedad de la dominación de mejor calidad. Aun cuando el
alarmista se apresure en tacharla por fantasiosa, o incluso por peligrosa.
El anarquismo se propagó al modo de las antiguas
herejías, como una urgencia espiritual que impulsó al ideal de emancipación
madurado durante la Revolución Francesa a correrse más allá de los límites
simbólicos y materiales permitidos por las instituciones a las que se había
otorgado el monopolio de la regulación de la libertad. Quizá porque los
anarquistas fueron los albaceas más fieles de los afanes jacobinos, tanto como
correas de transmisión de la antigua llamada milenarista, pudieron transformar
el lema de la libertad, la igualdad y la fraternidad en el trípode de una
mística poderosa. El anarquismo transmitía un linaje de resistencia: fue en el
siglo XIX la reencarnación de las rebeliones campesinas europeas, de las sectas
radicales inglesas y de los sans-culottes. En los acontecimientos
animados por los libertarios se encarnaron energías políticas que esparcieron
el reclamo de una sociedad antípoda, aun cuando los padres fundadores de “la
Idea” no hayan ofrecido con tornos excesivamente planificados del futuro. Sirva
esto para tranquilizar a quienes gustan de hacer enroques entre las palabras
“socialismo” y “totalitarismo”.
Tres doctrinas, liberalismo, marxismo y anarquismo,
constituyeron los vértices del tenso triángulo de las filosofías políticas
emancipatorias modernas. El siglo XX se nutrió de sus consignas, esperanzas y
sistemas teóricos tanto como los puso a prueba y los extenuó. De acuerdo con
troqueles distintos, tanto Stuart Mill como Marx y Bakunin
estaban atravesados por la pasión por excelencia del siglo XIX: la libertad.
Hay, entre las tres ideas, canales subterráneos que las vinculan con el mismo
lecho ilustrado del río moderno. Pero también abismos separan a las ideas libertarias
de las marxistas, comenzando por el énfasis puesto por los anarquistas en la
correlación moral entre medios y fines, siguiendo por su escepticismo en cuanto
a los privilegios que se arrogaron para sí el “partido de vanguardia” y el
Estado en los procesos revolucionarios, y culminando en la firme confianza
depositada por los anarquistas en la autonomía individual y en los criterios
personales. Del liberalismo, los anarquistas nunca pudieron aceptar su asunción
de que libertad política y justicia económica fueran, eventualmente, polos
difícilmente conciliables. Los anarquistas prefirieron no elegir uno u otro
desiderátum moral y dejaron que el impulso informante y fundante de sus ideas,
la libertad absoluta, resolviera esa tensión al interior de un horizonte mental
más amplio.
Para Mijail Bakunin, quizá la figura emblemática
de la historia del anarquismo, la libertad era un “mito”, una acuñación
simbólica capaz de contrapesar las creencias estatalistas y religiosas; pero
también un “medio ambiente” pregnante, el oxígeno espiritual de espacios
inéditos para la acción humana. Bakunin insistió en que era abyecto aceptar que
un superior jerárquico nos diera forma. En el rechazo de las palabras
autorizadas y de las liturgias institucionales los anarquistas cifraban la
posibilidad de implantar avanzadillas de un nuevo mundo, forjando una red de
contrasociedades a la vez “adentro” y “afuera” de la condición oprimida de la
humanidad.
De allí que el anarquismo no consistiera solamente en un
modo de pensar al dominio sino fundamentalmente en un medio de vivir contra el
mismo. En su voluntad de “dar vuelta” el imaginario jerárquico el anarquismo
postuló los fundamentos de una ciencia y de una experiencia de la libertad: la
ciencia de la desobediencia como camino de autoconcientización y la experiencia
de vivir cotidianamente como “espíritus libres”, pues la historia es, para el
anarquista, el “campo de pruebas” de la libertad.
Por haber demandado libertades irrestrictas el anarquismo
pudo realizar una autopsia política de la modernidad que caló sus instituciones
hasta el hueso, exponiendo impotencias y defectos de nacimiento. Esa autopsia
le estuvo vedada al marxismo, obsesionado con la “toma del poder”, y al
reformismo, que una y otra vez trastabilló con paradojas a las que no pudo
destrabar y sobre las que se arroja incombustiblemente hasta nuestros días. Si
suele decirse que Marx develó el secreto de la explotación económica, fue
Bakunin quien “descubrió” el secreto de la dominación: el poder jerárquico como
constante histórica y garantía de toda forma de iniquidad. La intuición teórica
de los padres fundadores del anarquismo colocó la cuestión del poder separado
en su mira: insistieron en que las desigualdades de poder son determinantes, e
históricamente previas, de las diferenciaciones económicas. Es entonces en el
dominio político (y no sólo en las actividades cumplidas en los procesos
industriales) donde se debe hallar la clave de comprensión de la sociedad de la
dominación. Sus colofones modernos, el Estado liberal o el autocrático, se
constituían en perros guardianes de la jerarquización del mundo. Hoy quizás
habría que identificar esos cancerberos, además, en otras instituciones.
Pero a los anarquistas siempre les ha sido indiferente si
un territorio es gobernado con puño de hierro o con palabras suaves, pues la
zona opaca que combatieron es la voluntad de sometimiento a la potencia estatal
(un principio de soberanía antes que un “aparato”), centro unificador de una
geometría concéntrica y vertical. Todas las invenciones culturales y políticas
de índole libertaria confluyeron en una estrategia horizontal de la
contrapotencia, negación de la representación parlamentaria que reduce las
artes lingüísticas y vitales de una comunidad al juego de birlibirloque en que coinciden
mayorías y minorías. Para Bakunin, las modalidades de la dominación se
adaptaban a los grandes cambios históricos pero las significaciones imaginarias
asociadas con la jerarquía persistían, y se constituían en interdicto, en
condición de imposibilidad para pensar el secreto del dominio. A lo largo del
siglo XX, ha circulado en el espacio público la cuestión de la “dignidad”
económica y ha podido “tematizarse” la opresión de “género”: ya han adquirido
alguna suerte de carta de ciudadanía en tanto problemas teóricos, políticos,
gremiales, académicos o periodísticos. Pero la jerarquía continúa siendo un
tabú. La camaradería humana exenta de jerarquía podrá parecer un argumento de
novela bucólica o de ciencia-ficción, pero es en verdad un tabú político. Ese
tabú es combatido, sin embargo, no sólo en ciertos momentos históricos
emblemáticos sino también por medio de prácticas cotidianas que suelen pasar
desapercibidas a los filósofos políticos únicamente obsesionados con las
condiciones de gubernamentalidad de un territorio, por la legitimidad de la
forma-estado o de las instituciones representativas, o por la fiscalización de
sus actos. La posibilidad de abolir el poder jerárquico es lo impensable, lo
inimaginable de la política; imposibilidad garantizada por las tecnologías de
la subjetividad que regulan los actos humanos, que fomentan el deseo de
sumisión, y que muy tempranamente se enraízan en el aparato psíquico. Para Hobbes
o Maquiavelo no puede existir unidad entre el pueblo y su gobierno si no
hay sumisión –voluntaria o involuntaria, legítima o ilegítima–, y no hay
sumisión sin terror, en alguna dosis. Fundar una política sobre la camaradería
comunitaria y no sobre el miedo fue la respuesta anarquista, y para ello era
preciso anular o debilitar las instituciones autorreproductoras de la jerarquía
a fin de permitir que la metamorfosis social no sea orientada por el Estado.
Esta pretensión no podía sino ser considerada como una anomalía riesgosa por
los bienpensantes y como un peligro por la policía.
El “genio” del anarquismo no sólo consistió en la
promoción de un ideal de redención humana sino también en la instauración de
nuevas instituciones y modos de vivir al interior de la sociedad impugnada que
a su vez intentaban relevarla (sindicatos, grupos de afinidad, escuelas libres,
comunidades autoorganizadas y modos autogestionarios de producción). De allí la
obsesión del anarquismo por garantizar la correspondencia entre fines y medios.
La disciplina partidaria, las elites iluminadas y las máquinas electoralistas
son la negación del grupo de pertenencia conformado por espíritus afines, de la
capacidad organizadora de la comunidad y de la independencia política personal.
El marxismo aún no sabe cómo salir de sus viejas certezas autoritarias ni sacar
una enseñanza libertaria de setenta años de desastre soviético. En el caso del
liberalismo, las expectativas de sus promotores están fijadas en la posibilidad
de hacer imperar la ley en las instituciones políticas.
Pero el hecho de poder elegir en comicios a un “amo
bueno” (del “padrecito zar” al “demócrata bienintencionado” la imaginería
heroica de los entusiastas de la representación política no ha cambiado
sustancialmente) no mejora a un sistema de dominación así como la fiscalización
de los actos de gobierno es una tarea defensiva que, por otra parte, suele
reforzar el imaginario jerárquico. El problema de la “legitimidad” de un
gobierno, tan importante para los filósofos políticos liberales es, para un
pensamiento contrainstitucional como el anarquista, un problema mal planteado.
Bakunin sostenía en el siglo XIX que los parlamentos democráticos eran
“sociedades declamatorias”. Y hablaba de hombres que se tomaban en serio al
“arte del buen gobierno” y al “bien común” y no de las mafias políticas de la
actualidad, encadenadas a alianzas de poder de las que son inextirpables. La
preocupación por la institucionalización de formas democráticas y por la
legitimidad de los gobiernos electos menosprecia la sustancia de la razón de
Estado, plagada de decisionismo tecnocrático, burocracias partidarias que
dedican casi todas sus energías a autorreproducir sus condiciones de
perdurabilidad, y por asesores y operadores gubernamentales, subespecie cuyos
cubiles se ocultan tras bambalinas.
Si las tumultuosas vicisitudes de la multitud del siglo
XIX encontraron en las ideas libertarias una suerte de confirmación política es
porque ellas se adecuaban dúctilmente a las pasiones populares ansiosas de
desencadenamiento. La energía oscura del lumpenproletariado o de las sediciones
populares nunca ha gozado de estima entre los que suponen que el funcionamiento
automático de las sociedades es precondición y clave de seguridad a la hora de
permitir la discusión pública de las libertades. Pero las necesidades del
perseguido son distintas a las del perseguidor. La política y la ética
anarquista confiaron en artes comunitarias que eran aún ajenas al proceso de
institucionalización de poderes modernos tanto como en la “garra” personal, que
otorgó estilo y temple a la potencia e insistencia de su rechazo. También
fueron la causa de que el anarquismo haya sido generador de un desorden fértil
y de una imaginería política impugnadora que son extrañas a otras tradiciones
políticas. Por eso es inevitable que en los momentos febriles de la historia se
atisbe la presencia de anarquistas, tanto en los pronunciamientos disidentes
como en las asonadas espontáneas, porque los anarquistas siempre han sido aves
de las tormentas.
En las prácticas históricas del movimiento libertario no
se encontrará tanto una teoría acabada de la revolución como una voluntad de
revolucionar cultural y políticamente a la sociedad.
De hecho, difícilmente podría acontecer lo que el siglo
XIX conoció como “revolución” si previamente no germinan modos de vivir
distintos. En la “educación de la voluntad”, que tanto preocupaba a los
teóricos anarquistas, residía la posibilidad de acabar con el antiguo régimen
espiritual y psicológico del dominio. En esto reside la grandeza del
pensamiento libertario, incluyendo a la variante anarcoindividualista, que es
menos una voluntad antiorganizativa que una demanda existencial, una pulsión
anticonformista. La confianza antropológica en la promesa humana, típica del
siglo XVIII, fue el centro de gravedad a partir del cual el anarquismo desplegó
una filosofía política vital que intuía en la libertad, no una abstracción o un
sueño sino un sedimento activo en las relaciones sociales existentes. Bakunin o
Kropotkin creían que el origen de los males sociales no se encontraba en
la maldad humana sino en la ignorancia. Indudablemente, en esto, los
anarquistas son herederos de la ilustración y justamente por eso creían en la
educación racionalista, incluso cientificista, aunque ello no los transformó en
meros positivistas.
Contra lo que muchos suponen, el pensamiento anarquista
es muy complejo y no es sencillo articularlo en un decálogo, pues nunca dispuso
de un dogma sellado en un libro sagrado, y eso concedió libertad teórica y
táctica a sus adherentes. Tampoco el anarquismo se preocupó de construir una teoría
sistemática sobre la sociedad. Quizá la propia diversidad de las ideas y
prácticas anarquistas favoreció su supervivencia: cuando alguna de sus
variantes decaía o se demostraba ineficaz, otra la sustituía. Del
anarcoindividualismo al sindicalismo revolucionario, de las experiencias
comunitarias a la difusión de ideas en grupos pequeños, o bien las experiencias
autogestionarias de la revolución española, los anarquistas se han sostenido
sobre una u otra faceta de su historia. Por lo demás, los anarquistas saben que
su ideal constituye una ardua aspiración porque sus exigencias los colocan en
un “afuera” de los discursos políticos socialmente aceptados, tanto como sus
prácticas son incompatibles con el dominio en cualquiera de sus formas. Pero si
las ideas anarquistas aún pertenecen al dominio de la actualidad es porque
sostienen y transmiten saberes impensables, o al menos inaceptables, por otras
tradiciones teóricas que se pretenden emancipatorias. En el resguardo de ese
saber antípoda reside su dignidad y su futuro.
Christian Ferrer: (1960), sociólogo y ensayista
argentino, graduado en la Universidad de Buenos Aires. Profesor titular
del seminario de Informática y Sociedad (Ciencias de la Comunicación, UBA),
con especializado en Filosofía de la Técnica. Ha publicado los libros El mal
de ojo: crítica de la violencia técnica (2000) y El lenguaje libertario:
antología del pensamiento anarquista contemporáneo (2005). Integró los
grupos editores de las revistas Utopía, Fahrenheit 450, La Caja y
La Letra A. Actualmente publica las revistas El ojo mocho
y Artefacto. Además, sus artículos sobre técnica y sociedad
aparecen frecuentemente en el diario Clarín y en la Revista
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