El año 1982 la dictadura militar había caído y se habían recuperado las libertades democráticas, traducido en la asunción de la UDP al gobierno, una amplia coalición de comunistas, nacionalistas revolucionarios, guevaristas. La universidad era una ebullición de ideas, grupos políticos…y mucha “chupa” donde se hablaba de la lucha de clases y la revolución. Es en ese ambiente donde se mueve el protagonista de la novela Muerta ciudad viva, el alter ego del escritor Claudio Ferrufino, ese momento estudiante de la carrera de Sociología.
“(la revolución)… no fue tal, sino un
replanteo de las jerarquías. No estaba la libertad en juego; era el cambio de
amo. Lo sentí de esa manera. Los mestizos letrados, igual que antes los otros,
con un discurso semi-progresista se encaramaron y construyeron una dinastía de
cimiento endeble. Si en el pasado era el miedo del hacendado y del cacique,
ahora era al Partido y sus burócratas. Y una sarta de cipayos convertidos en
dirigentes que acumularon mando y supieron hacer sentir su poder. (pp. 37-38)”
“Vivas y mueras se sucedían. Borrachos que
lloraban, borrachos que meaban. Los había que daban discursos y catedráticos
con aires de perdonavidas. Para esto hemos luchado ¿no, joven? Seguro, seguro,
les respondía, ch’allando con unos y con otros. La derecha había
escondido el hocico en agujeros. No paseaba por allí” (126)[3].
“No cambia. Y hablando del futuro, entre
nosotros somos pesimistas de que algo vaya a cambiar. En la universidad por el
entorno febril de los estudiantes a ratos creo que sí. Pero andando por el
barro y oyendo a borrachos o moribundos farfullar en los callejones estoy
seguro de lo contrario.” (107).
“Cartelones de toda índole presentan
candidatos para mil y una elecciones. Marx, Lenin, Trotski, rostro pegado a
rostro, dan prueba de la vitalidad de la Cuarta Internacional. Un Che
eternamente joven (jamás nadie podrá hablar de un Che viejo) va quedando
cubierto por propaganda de diverso tipo. Mayormente política, pero también de
cursillos de computación, kermesses de beneficio, y anuncios de clases de
recuperación de matemáticas y física para los que se aplazaron en el examen de
ingreso” (82).
“Hombres ilustres, según decían, poblaban
nuestro entorno universitario. Cada quien aspiraba no menos que a la
presidencia, o a un martirologio del cual se hablaría por generaciones en los
libros. Yo seguía siendo un poeta despistado, que escogió una carrera de
análisis para ver si domeñaba el martirio de sus fantasmas” (15).
“Encontrarse con el pueblo”[5]. Ferrufino pone en evidencia cierta p’ajpakería discursiva revolucionaria, de la izquierda partidaria de la época (otro aspecto que no ha cambiado), así como la rara disciplina partidaria de los militantes de izquierda universitaria, con quienes el escritor compartió copas y excesos, con su doble moral de comportamiento:
“Si la revolución dependiese de las
reuniones de charla política, de formación de cuadros, ya nos habríamos
distribuido la herencia de Lenin. Se comienza, compañeros, con la necesidad de
la lucha. Los troskistas del POR se irritan pero levantan la copa y brindan. El
remanente de los “elenos”, el fatídico Ejército de Liberación Nacional, repite
la cantinela de volver a las montañas donde murieron de hambre. Que es
interesante no hay duda, y parte de la tragedia del país. A poco del alcohol ya
hacer efecto, los cuadros revolucionarios buscan escenas más mundanas: una
hembra, un macho, revolcarse y teorizar acerca de un polvo como si de la
Internacional se tratara” (158).
“Mesas de fórmica imitación de mármol.
Sillas cubiertas igual, endebles. Mujeres en bolas o con bikini ofreciendo
cerveza en los carteles. Bebidas “de lujo” detrás del mostrador, un polvoso
whisky, singani San Pedro. Vino dulce porque los bolivianos ni idea de vino
tenían. Cerveza que beben los oficinistas, tragándose la comida de sus hijos. Y
los jóvenes como nosotros con chicha. Tan cerca de la revolución…” (40).
Como hoy, la universidad de ese periodo era una salida al desempleo juvenil y a una sociedad no future, además de medio para conocer el alcohol y otros excesos:
“Ninguno trabaja. Si quisiéramos, tampoco.
Matamos las horas con picadas de fulbito. Estudiamos en la universidad ¿qué
joven boliviano no lo hace? La universidad como colchón de aire que amaina el
golpe de encontrarse con un país sin opciones. Venga, a por alcohol, que otra
cosa no hay que hacer.” (55).
“el licenciado entre licenciados, con
cerveza y botellas de San Pedro, caído por el alcohol en el segmento de clase
que quiere olvidar y de donde proviene la mayoría. Yo no soy chusma, repite,
soy doctor universitario, pero se le vidria la mirada igual a la del paisano en
ojotas y pantalones cortos, con lazo en bandolera para que lo cargue la muerte
esta noche de helada como un bulto cualquiera” (64).
Señala que “los aprendices de doctores, o ya en posición de poder, dirimían el futuro en torno a vasos de cerveza y ‘culitos’” (168). En otra escena, están con un amigo abogado, funcionario de DIRME, quien les ofrece chupa y chicas, gratis. Los lleva a un local que opera como putero. La dueña, que lo conoce, “se mueve de un lado a otro, cuchichea a sus muchachas y algunas con disimulo se marchan. Chiquillas de quince o dieciséis, huidas o robadas de sus familias en el Beni, con rasgos nativos, yuracarés, mojeñas” (103).
“pero estas chicas vienen a rogarme que las acoja. Si como madre para ellas soy. Les doy cama y comida. La mayoría tiene niños de pecho que no pueden alimentar. Sus novios las abandonaron luego de embarazarlas, los padres las expulsan, los padrastros las abusan. Qué quiere que haga yo, doctor, también tengo un corazón.
Claro, claro, hija (le dice hija aunque es treinta años menor que ella), comprendo, pero yo estoy obligado a presentar un informe, que de resultado tendrá la clausura de tu local, multas y en algunos casos la cárcel.
Doctor, doctorcito, no me haga eso. Y él replica, no estoy solo, acá los señores son agentes de investigación de la oficina y no puedo obligarlos a ceder como presumiblemente lo haré yo que la entiendo.
Ese no es problema. Han llegado muchachas profesionales del oriente y a ellas les gustaría entretener a los doctores. Lo único que le pido es que no cerremos el local. Ustedes dispondrán de bebida, comida y muchachas por el tiempo que deseen, mientras nosotras seguimos ganándonos la vida.
Y así, de pobretones pasamos a leguleyos, investigadores, agentes de la moral. La borrachera rebalsa. Agradable sabor de la cerveza, tan diferente al espanto de la chicha” (104).
En otra farra, los escandalosos jóvenes recordaran “la incursión de la noche anterior en el lupanar. Irónicos, reímos de nuestros títulos universitarios, como si uno se pasara las horas y devorase los libros para conseguir un culo de alquiler” (169).
Sin duda, en el imaginario popular inscrita en la memoria larga colonial, el universitario licenciado tiene un status especial, como un medio de ascenso social: “así no se tuviera plata, se caminara mendigando licor o pan, los universitarios se consideraban una casta apreciable. A muchos les gustaría ofrendar a sus hijas a los brazos de profesionales por venir, tal vez el único camino de movilidad social disponible” (171). Como el utilero del Wilsterman, quien, en una hilarante sesión alcohólica, ebrio, “comenzó a llorar y terminó llorando. Destacó que era un buen padre y que la joya de su hijita sería para el doctor, con quien ansiaba emparentarse. Salud, salud. Brindis por el Wilstermann, por la revolución, la belleza de la muchacha y la prestancia del doctor. Viva Bolivia, carajo. Viva la patria” (169).
Esta servidumbre voluntaria con los abogados, Claudio lo atribuye a “la historia, las taras de la esclavitud, la idolatría venida desde los españoles sobre titulación y doctorado” (169). Para los “despreciados, detestados, pobres estudiantes”, debido a su origen social (siempre) tenían otros debajo suyo, “en su debajo”, anotaría la jerga popular” (168). Esta vida, “en mezcolanza como en un potaje híbrido, a veces incomprensible pero desentrañable” (168), se explican, nos dice el autor, “según las condiciones particulares del país” (168).
Pero, la movida revolucionaria universitaria facilitaba a nuestro héroe y sus amigos a seducir chicas estudiantes o sus amigas: “Ya nos habíamos echado unos tragos, bien de mañana, y cantábamos revueltos canciones de revolución. Al menos la revolución traía hembras, delicadas, dadivosas, lindas, creativas.” (14). Una de las enamoradas del protagonista era universitaria y casada. Recuerda que el esposo la llevaba a su casa, “confiado en la patraña estudiantil juraba que aportaba su granito de arena a la revolución mundial” (19). Es un raro caso donde es la mujer quien “pone los cuernos”, cuando en la cultura machista de la ciudad generalmente opera al revés, incluyendo los entornos políticos de la izquierda local, donde se mueve la novela.
Ferrufino, a través del protagonista, es muy
crítico de la juventud de clase media de entonces, particularmente mujeres, que
jugaban a la revolución mientras eran estudiantes (su “ida al pueblo” llama Claudio),
para volver al guion social pre establecido, luego de egresar:
“Yo miro a una muchacha universitaria extasiada del ambiente. Esta mierda significa su ida al pueblo. Dormirá mejor creyendo formar parte de una élite pensante y destinada a mandar. Abrirá las piernas a otro compañero de clase de origen dudoso. Con ello volverá a sentir que sus pasos en la vida tienden a memorables, que habrá conocido el vientre de Leviatán y lo habrá deglutido antes de que el monstruo la devore.” (108)
A una de sus novias “le gusta la mierda esa de los revolucionarios” (156). Él también se autodefine como “villista y guevarista”, pero está claro que estos rituales son “un mero atajo hacia un arribismo descarado, amén de mujeres y prestigio”. Desconfía de sus capacidades ‘revolucionarias’: “dudo que alguno llegue a empuñar otra arma que no sea su miembro para mear; incluyo a las mujeres. Arte del pavoneo. Bebida gratis. Promiscuo equivale a socialista en esta jerga universitaria” (156-159).
Y, como seguramente buena parte de los jóvenes
universitarios, el campus universitario también se torna en el lugar de la
separación amorosa: “Me avisa un día que retorno a la universidad luego de
haber perdido ya el semestre que hubiera sido hermoso. Y me deja una carta que
habla de sueños, de mi pecho joven, de las mujeres del porvenir” (120). O el
tormento que sufre cuando la amada, con quien ha roto irremediablemente, no
solo ya no le contesta, y se lamenta “pasarás a mi lado en la universidad
ignorándome” (120). Ser ignorado, es lo peor que puede haber, y el protagonista
de la novela es muy sensible a ello.
Posdata
A la morgue por
borracho
La Facultad de Medicina se ha preciado que sus estudiantes realizan sus prácticas en seres humanos reales, en la morgue del hospital Viedma. En el imaginario de la ciudad no es el lugar más apreciado, por el contrario, es símbolo de tristeza y tragedia. Ello a propósito de una reflexión que hace la madre al protagonista por beber en los extramuros de la ciudad: “sentencia que un día sucederá en serio, que me maten, y no aparecerá nadie a recogerme y enterrarme. Acabarás disperso en las mesas de los estudiantes y alguno usará tu calavera de pisapapeles. ¿Eso esperas para ti?” (27).
El auto ruso
Cuando la dictadura del Gral. Banzer, en la década
del 70’, se realizaron extraños convenios con la entonces URSS, entre ellos de
apoyo a la minería. Bajo este paraguas, llegaron cientos de jeeps rusos, como
el que describe el autor, mientras una docena de estudiantes “entusiasmados” van
a un “matrimonio indígena” en Cliza (más bien campesino, no? Pues Cliza es zona
de colonos y piqueros vallunos):
“El jeep UAZ, ruso, traído desde las minas
de Potosí, porque los rusos estaban allí en las afueras, en un complejo minero,
cargaba con al menos una docena de nosotros, estudiantes, entusiasmados,
partiendo de una casona de la calle Antezana, muy cerca de la Universidad,
hacia un matrimonio indígena en Cliza” (14).
[1] El presente texto es parte de un
estudio mayor sobre el pensamiento biorregional de Claudio Ferrufino en la
novela.
[2] En realidad es “gloria a
Villarroel”.
[3] Aprovechando el “tiempo
de revolución…, dado el tumulto”, se robó “de las anticucheras, de las pilas de
apanados y chorizos que levantan con maestría, perros calientes que devoré
fríos para apaciguar el estómago resentido por la mezcla de maíz, cerveza y
farmacia” (126).
[4] Quechuañol. Viene del quechua “wajtay”, golpear. Para hacer referencia
al hecho que los borrachos, al beber golpean los vasos con la mesa.
[5] El populismo ruso del siglo XIX,
llamado narodismo, viene derivado del lema "ir hacia el
pueblo", movimiento que Claudio conoce a profundidad, desde la literatura
principalmente.