Ya no soy el universitario
ahora soy un vagabundo
con mi canto alegraré a todo el mundo
con mi canto a todos haré caer
La novela Muerta ciudad viva, de Claudio
Ferrufino es una excelente etnografía de la sociedad cochabambina de principios
de los 80’s, incluyendo la juventud universitaria, y un buen ejemplo de
literatura que puede ser leída con ojos sociológicos. En esta oportunidad
quiero detenerme en la imagen de la Universidad Mayor de San Simón (UMSS),
donde el escritor cochabambino estudió, pero más que todo amó y bebió
intensamente.
Un día, el protagonista llega a la UMSS por el
lado de “un parque a dos cuadras de Economía”. Debe ser la conocida como plazuela El Triángulo, ubicada en la intersección
de las calles Ricardo Terrazas, Armando Méndez y Av. Oquendo (IMAGEN 1):
IMAGEN 1.
Plazuela de El Triángulo, hoy. Como en los 80’s, aun acoge a alcohólicos de la
zona.
“Entro por el portón de atrás. En las
canchas de fulbito nunca faltan jugadores. Cruzo por el comedor universitario.
Cartelones de toda índole presentan candidatos para mil y una elecciones. Marx,
Lenin, Trotski, rostro pegado a rostro, dan prueba de la vitalidad de la Cuarta
Internacional. Un Che eternamente joven (jamás nadie podrá hablar de un Che
viejo) va quedando cubierto por propaganda de diverso tipo. Mayormente
política, pero también de cursillos de computación, kermesses de beneficio, y
anuncios de clases de recuperación de matemáticas y física para los que se
aplazaron en el examen de ingreso” (pp. 83).
El joven universitario enamorado continua la
caminata hacia la facultad de Humanidades, donde “los eucaliptos de cincuenta
metros guardan unas aves extrañas en sus copas. No existen en otro lado.
Zancudas por lo grandes digo en ornitología básica” (pp. 84). Llega a la
carrera de Lingüística: “escalones, pasillo, más escalones. Puerta a la
derecha, puerta a la izquierda. Suena, chirría y asciendo” (pp. 84) (IMAGEN 2).
Allá dejará un poema a la mujer amada, de donde saldrá hacia la “Plaza Sucre,
Avenida Oquendo” (pp. 84) (IMAGEN 3).
IMAGEN 2. Una
tarde de septiembre del 2022. Los pasillos y gradas que llevan a las oficinas
de la carrera de Lingüística, donde el héroe trágico de la novela dejará un
poema a su amada, a principios de los 80’s.
IMAGEN 3. La
salida de la Facultad de Humanidades, donde funciona la carrera de Lingüística,
hacia la plazuela Sucre, en la actualidad.
Son radicales las transformaciones del paisaje
descrito por Claudio. Las canchas de fulbito de Economía eran míticas, por el
tipo de asfalto (durísimas para las lesiones) y los apasionados campeonatos universitarios
que se llevaban a cabo. Sobre ella, han construido un horrible edificio facultativo
(IMAGEN 4).
IMAGEN 4.
Edificio de la facultad de Economía, que ha sustituido a las míticas canchas de
fulbito y básquet.
El comedor universitario, en esa época muy politizada por la influencia de estudiantes
de las minas, era un lugar importante en la escena estudiantil local. Hoy,
continua ahí (IMAGEN 5)
IMAGEN 5. De
fondo, el comedor universitario en la actualidad. En primer plano, la ruta que
siguió el protagonista de la novela, hacia la facultad de Humanidades.
Solo queda un eucalipto de los descritos (IMAGEN 6)
y las zancudas han cambiado de hábitat.
IMAGEN 6. El
único eucalipto, de la variedad globulus, en el campus central de San Simón, que
ha quedado de los señalados en la novela.
El “Che” y otros líderes políticos que solían
estar pintados en el muro de la calle Jordán, de ingreso a la universidad, han
sido tapados por los puestos de comercio y kioscos (IMAGEN 7)
IMAGEN 7. El
ingreso a la UMSS, por la calle Jordán, lugar de los murales descritos en la
novela, cubiertos por el
creciente comercio informal.
Los anuncios de
cursos y eventos perviven, pero ya no se observan los afiches izquierdistas;
los trotskistas están semidesaparecidos del escenario político sansimoniano y
los guevaristas (junto con el resto de la izquierda oficial) son parte del
gobierno plurinacional.
En otro momento
de la novela, cuando “Cochabamba estaba radiante de sol (y) la universidad
hervía de estudiantes” (pp. 92) el protagonista está leyendo “en un
banco de San Simón”, donde observa “miríadas de estudiantes (que) pasaban
delante de las oficinas de la federación universitaria” (pp. 92) (IMAGEN 8). Seguramente
se refiere al ingreso antiguo por la calle Sucre (IMAGEN 9).
IMAGEN 8. El abandono que evidencia el edificio de la Federación
Universitaria Local (FUL) y su entorno inmediato refleja la pérdida de
importancia que tiene actualmente la organización estudiantil. Reducida a un
espacio de poder de las autoridades, solo repite el guion oficial.
IMAGEN 9. En los 80’s, el ingreso por la calle Sucre
esquina Oquendo, era el más importante. Había unas bancas, donde nuestro
protagonista leía. No existen más y este ingreso ha sido cancelado.
La universidad ha sido un espacio de amores y desamores
estudiantiles. Intensos en muchos casos, como si la vida se nos fuera en ella.
Y Claudio sabe mucho de aquello. Es en unas “escaleras de la universidad” donde
se atreve a conversar con una de sus pasiones, para terminar en un “eucaliptar
donde nos juntamos abruptamente como animales” (pp. 22).
En otra escena, un día que había retornado a la universidad “luego de haber
perdido ya el semestre” (pp. 120), la enamorada le comunica que no va más, y,
pensando en ella, expresa su temor: “la tarde en que
pasarás a mi lado en la universidad ignorándome” (pp. 154).
Los intelectuales y universitarios de la época
eran seducidos por la política, el poder, a veces con un fanatismo de sello
judeo cristiano. El escritor los conoce: “Hombres ilustres, según decían,
poblaban nuestro entorno universitario. Cada quien aspiraba no menos que a la
presidencia, o a un martirologio del cual se hablaría por generaciones en los
libros” (pp. 17). El protagonista, a diferencia de las tendencias políticas
dominantes de la época, consideraba las movidas políticas como parte del
“embuste que siempre han sido izquierdas y derechas” (pp. 92). Para el alter
ego de Ferrufino, la jerga revolucionaria universitaria era “un mero atajo
hacia un arribismo descarado, amén de mujeres y prestigio” (pp. 159); duda que
“alguno” de sus defensores “llegue a empuñar otra arma que no sea su miembro
para mear; incluyo a las mujeres. Arte del pavoneo. Bebida gratis. Promiscuo
equivale a socialista en esta jerga universitaria” (pp 159).
Él y sus amigos son escépticos del ambiente de
“cambio social” imperante en la época:
“No cambia. Y hablando del futuro, entre
nosotros somos pesimistas de que algo vaya a cambiar. En la universidad por el
entorno febril de los estudiantes a ratos creo que sí. Pero andando por el
barro y oyendo a borrachos o moribundos farfullar en los callejones estoy
seguro de lo contrario” (pp 109).
“Ir al pueblo”, decían los populistas rusos,
mientras los universitarios de izquierda en Bolivia hablaban de “la universidad
al servicio del pueblo”. Nuestro héroe ironiza tal sentimiento cuando se abraza
y besa en la boca con un músico del valle, “…culminando el precioso encuentro
de los jóvenes universitarios con su pueblo” (pp. 18).
Pero, la universidad también ha sido un espacio
donde los jóvenes sin trabajo, y sin esperanza de conseguirlo, pueden
mantenerse ad infinitum. Claudio y sus amigos estaban al corriente:
“Ninguno trabaja. Si quisiéramos, tampoco.
Matamos las horas con picadas de fulbito. Estudiamos en la universidad ¿qué
joven boliviano no lo hace? La universidad como colchón de aire que amaina el
golpe de encontrarse con un país sin opciones. Venga, a por alcohol, que otra
cosa no hay que hacer” (pp. 57).
En los 80’s, un boliche de cerveza donde se
reunían los universitarios con plata, principalmente docentes y
administrativos, era el Anexo América, de la calle Bolívar. Es el lugar donde
el protagonista se cita con sus amigos, “a donde solíamos ir cuando Raúl
cobraba en la universidad. Chop. Delicioso chop, sin gas, posible de beberse
por litros sin hincharse” (pp. 124) (IMAGEN 10).
IMAGEN 10. El América, hoy, no tiene nada que ver con el
otrora restaurant con pasto y arbolado. Otro indicador de la decadencia urbana
de la ciudad de Cochabamba.
Ese periodo, las universitarias de clase media,
principalmente de clases medias, muchas de ellas “chicas bien”, gustaban del
radicalismo izquierdista y del exotismo de la borrachera con los “progres”,
antes de volver al rebaño familiar y de clase. Ferrufino duda de ellas:
“Yo miro a una muchacha universitaria
extasiada del ambiente. Esta mierda significa su ida al pueblo. Dormirá mejor
creyendo formar parte de una élite pensante y
destinada a mandar. Abrirá las piernas a otro compañero de clase de origen dudoso.
Con ello volverá a sentir que sus pasos en la vida tienden a memorables, que
habrá conocido el vientre de Leviatán y lo habrá deglutido antes de que el
monstruo la devore” (pp. 110).
Mientras entre los sectores populares, estudiar en
la universidad era la posibilidad de mejores ingresos, pero también ascenso,
reconocimiento y estatus social. Hoy, lo es menos, pues hay
otras maneras de lograrlo. Aunque, en una sociedad judicializada, la imagen
reverenciada del abogado es lo que pervive. Ferrufino lo recuerda: “los
universitarios se consideraban una casta apreciable. A muchos les gustaría
ofrendar a sus hijas a los brazos de profesionales por venir, tal vez el único
camino de movilidad social disponible” (pp. 171). Haber estudiado en la
universidad como signo de estatus, de intentar salir de su clase popular, lo
vemos es una escena de chichería, donde un profesional, borracho, “licenciado
entre licenciados, con cerveza y botellas de San Pedro, caído por el alcohol en
el segmento de clase que quiere olvidar y de donde proviene la mayoría. Yo no
soy chusma, repite, soy doctor universitario…” (pp. 66).
“El libre acceso a las universidades”, se halla
entre los argumentos del “discurso moral” que un funcionario de la oficina
estatal de protección al menor, haciéndose pasar por abogado, esgrime ante la
dueña de un burdel clandestino, junto a “la necesidad de cambiar las
estructuras del país, afianzar la educación, permitir y proveer de trabajos que
permitan la subsistencia” (106). Al día siguiente, los amigos comentaban “sobre
la incursión de la noche anterior en el lupanar. Irónicos, reímos de nuestros
títulos universitarios, como si uno se pasara las horas y devorase los libros
para conseguir un culo de alquiler” (pp. 110).
Si bien el paisaje del campus se ha transformado,
con el crecimiento de infraestructuras cementadas y la reducción del arbolado
antiguo, este retrato pesimista de la universidad pública cochabambina se ha modificado muy poco;
las pasiones estudiantiles y sus excesos etílico sexuales continúan, el
autoritarismo de políticos y autoridades se reproduce como la hiel, la calidad
académica no ha mejorado, por el contrario. Parafraseando a Silvia Rivera, hoy
la universidad es un espacio de las apariencias: hacer como si se enseñara y se
estudiara. El protagonista de Muerta ciudad viva, estaría de acuerdo con
Cesar Soto, cuando define a la UMSS como la “universidad zombi”. El desierto se
expande, camaradas.
“De los árboles, no sé
si de ellos o de los cercanos álamos, copos blancos volaban por el aire dando
al pecado color angelical” (pp. 20).