Por Julián Casanova
En 1976 James C. Scott, actualmente profesor de Sociología y
Antropología en la Universidad de Yale, publicó The Moral Economy of the
Peasant. Rebellion and Subsistance in South East Asia. En esa obra
Scott anticipó un enfoque que explicaba la interacción entre la comunidad local
y el mundo exterior vista desde la óptica de los campesinos. Nueve años
después, el mismo Scott pulía y ampliaba ese modelo interpretativo en Weapons
of the Weak. Everyday Forms of Peasant Resistance. Scott tenía razón:
las ocasiones en que los campesinos se rebelaban y enfrentaban al estado y a
las elites agrarias eran raras y extraordinarias y, sin embargo, la mayoría de
los estudios sobre la protesta campesina estaban únicamente interesados en
rebeliones y revoluciones. Mejor sería, para no seguir dando vueltas al mismo
asunto, introducirse en ese terreno inexplorado, a caballo entre la pasividad y
el desafío colectivo abierto, de las formas "corrientes" de la
resistencia campesina.
El enfoque y las investigaciones de Scott
resultaron tremendamente útiles. Una etapa parecía quedar atrás: la de la
búsqueda insistente -"y en vano"- de conflictos y acciones
organizadas en el mundo campesino, adaptando crudamente un modelo que ya
resultaba incluso estéril para el análisis de las clases trabajadoras urbanas.
Nuevos horizontes se abrían: bajo el término "everyday resistance"
se recogían todas las "armas" que exhibían comúnmente los grupos
subordinados y sin poder, desde el sabotaje e incendio de cosechas, a las
roturaciones ilegales, pasando por el robo y el furtivismo. Dos maneras de ver
la protesta, en suma: la que arrojaba su mirada a los raros momentos en que los
campesinos se oponían abierta y violentamente al estado y a las elites
agrarias; y la que prefería centrarse en esas otras formas de resistencia que,
aunque menos llamativas y dramáticas, resultaban imprescindibles para
comprender lo que los campesinos habían hecho históricamente para defender sus
intereses frente al orden, fuera ese conservador, progresista o revolucionario.
Las formas de resistencia contempladas por Scott,
constantes y persistentes, constituyen, en definitiva, los medios normales por
los cuales los campesinos se han opuesto históricamente a las demandas sobre
sus excedentes. Han merecido escasa atención por parte de los historiadores,
pero en absoluto resultan inofensivas: esa resistencia "rutinaria"
puede, "acumulativamente", tener un apreciable impacto sobre las
relaciones de clase y autoridad en el mundo rural.
Concebida así la resistencia, no hay por qué
darle más importancia a la organizada y revolucionaria que a la individual y a
la que parece mostrar, al no tener consecuencias revolucionarias, signos de
acomodación con el sistema de dominio. En realidad, dirá Scott, la actividad
política organizada y abierta es un "lujo" que históricamente pocas
veces estuvo al alcance de las clases subordinadas. Tales actividades resultaban
peligrosas, "cuando no suicidas". La mayoría de las clases
subordinadas están mucho menos interesadas en cambiar las estructuras
socioeconómicas y del estado que en sobrevivir dentro de ese sistema evitando
su vertiente más opresiva. Y si alguna vez se producen esas transformaciones
profundas en forma de revoluciones es porque el campesinado ha sido movilizado
por fuerzas externas en el marco de conflictos más amplios -invasiones
extranjeras o guerras civiles, por ejemplo- que debilitan y dividen a los
poderes existentes y liberan a los campesinos de sus lazos tradicionales con la
autoridad.
Con todo ese bagaje de reconocido científico
social e investigador de campesinos, conflictos y pueblos marginales, Scott
publicó el año pasado Two Cheers for Anarchism: Six Easy Pieces on Autonomy,
Dignity and Meaningful Work and Play (Princeton University Press), que
acaba de publicar Crítica en castellano, con el título de Elogio del anarquismo. En ese breve ensayo, de título
y subtítulo muy significativos, Scott se pone las gafas anarquistas para
combatir el valor de las jerarquías en nuestras sociedades capitalistas y
democráticas. Algo muy extraño en los tiempos que corren. Pero vale la pena
entrar en la defensa que hace del anarquismo, mezclando historia y presente.
Su interés en la crítica anarquista del estado
nació “de la desilusión y de las esperanzas frustradas de un cambio
revolucionario”. Con el estudio de la historia, cayó en la cuenta “de que casi
todas las grandes revoluciones victoriosas habían terminado creando un estado
más poderoso que el que habían derrocado, un estado que, a su vez, podía
extraerle más recursos, y ejercer un mayor control sobre la población a la que
suponía que tenía que servir”. Ésa, en cualquier caso, ya había sido la tesis
ampliamente razonada y divulgada por Theda Skocpol en su estudio States and
Social Revolutions (1979). Los ejemplos clásicos de Francia, Rusia y China
así lo probaban, pero también los más recientes de Vietnam y de las dictaduras
establecidas en nombre del “socialismo real”. De las revoluciones salían estados
más fuertes y represivos, y los sueños igualitarios se esfumaban, quebrados por
el nuevo orden revolucionario.
Scott considera que “si uno se pone las gafas
anarquistas y observa desde este ángulo la historia de los movimientos
populares, de las revoluciones, de la política cotidiana y del estado, le
saldrán a la luz determinadas percepciones que desde cualquier otro ángulo
quedan oscurecidas”. Saldrán a la luz, sin duda, como ya anticipó Pierre-Joseph
Proudhon, la cooperación sin jerarquía o sin el gobierno del estado, así como
la confianza que los anarquistas depositaban en la cooperación espontánea y la
reciprocidad. Esas gafas, así lo cree Scott, ofrecen “una imagen más nítida y
una profundidad de campo mayor que la mayoría de las alternativas”.
Pero, dada las existencia de diversos
anarquismos, algo que José Álvarez Junco expuso entre nosotros ya hace tiempo,
Scott le ofrece al lector el tipo particular de gafas que se tiene que
poner para ver todo eso mejor. Así, rechaza la corriente dominante de “cientificismo
utópico” tan omnipresente en el pensamiento anarquista a finales del siglo XIX
y principios del XX. Y a diferencia de muchos pensadores anarquistas, no cree
que el estado “sea siempre y en todas partes el enemigo de la libertad”.
Esto quiere decir que esas gafas no mirarían bien
al anarquismo que triunfó en España en el siglo XX, el sindicalismo
revolucionario, el único movimiento de masas anarquista que se mantuvo en la
Europa de entreguerras, porque se definía claramente como
"comunitario", "solidario", que confiaba en las masas populares
para llevar a buen puerto la revolución, pero que tenía también como señas de
identidad el antipoliticismo, la negación de las luchas electorales y
parlamentarias, y la abolición del Estado. Su apuesta estaría más vinculada al
otro anarquismo, al “individualista”, más elitista, que despreciaba a las masas
y ensalzaba a la individualidades rebeldes.
En realidad, a Scott no le interesa, para probar
sus argumentos, la historia de las diferentes manifestaciones que adquirió el
movimiento libertario en el mundo durante las últimas décadas del siglo XIX y
la primera mitad del siglo XX. Una historia de sociedades obreras, de
clandestinidad, de terrorismo, de individualidades rebeldes y de lucha
política, interpretada por los anarquistas como antipolítica. Ni tampoco su
labor ideológica-cultural, la creación de canales de comunicación e
información o la puesta en práctica de toda una red cultural alternativa,
proletaria, de base colectiva.
Y le importa mucho, por el contrario, y de ahí la
validez y actualidad de sus planteamientos, la crítica anarquista del poder
político y sus falacias acerca del desorden y la espontaneidad. Viendo la
historia con esas gafas, las revoluciones no son obra del trabajo de partidos
revolucionarios, “sino el resultado de una acción espontánea e
improvisada ("aventurismo", en el léxico marxista)". Y los
movimientos sociales organizados son, “el producto y no la causa” de las
protestas y manifestaciones descoordinadas. Y para finalizar, “los grandes
logros emancipadores de la libertad humana no han sido el resultado de
procedimientos institucionales ordenados sino de la acción espontánea
desordenada e impredecible que ha abierto una fractura en el orden social desde
abajo”. La tropa existe, sin duda, pero lo que importan son los individuos. Ahí
arranca y concluye su “elogio del anarquismo”.
Elogio del anarquismo, de James
C. Scott, se acaba de publicar en España en la editorial Crítica.
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