Este trabajo
apareció por vez primera en la revista internacional Folía Humanística.
Artes, Ciencias, Letras, núm. 41, mayo 1966, a cuyo Consejo de Redacción
pertenecía Herbert Read. Que el artículo apenas fuera conocido en España debido
a la limitada difusión de dicha revista en nuestro país, llevó a la Redacción
de Polémica a publicarlo en mayo de 1984 con el propósito de dar a conocer una
muestra de la extensa y poco conocida obra de Herbert Read, uno de los
principales teóricos libertarios del siglo XX.
Durante el primero de sus discursos radiados por
la BBC, en octubre de 1965, George Steiner llamó la atención sobre un
acontecimiento de la civilización moderna que nos reserva grandes discusiones.
Apuntó hacia el hecho ineludible de que «los modos de aprehensión y
comunicación verbales –los discursos y las palabras de la sintaxis tradicional–
no son ya la quintaesencia, ni siquiera encierran auténtico significado,
respecto de la comunicación y la escritura». Tiene hoy lugar cierto
distanciamiento universal de la palabra: un desplazamiento de la expresión
verbal y de la conciencia verbal primarias. Una pintura impresionista no es
algo ante lo cual quepa ofrecer ninguna explicación fácil y acertada. No lo es
tampoco ninguna pieza de música elegida al azar. Tales formas parecen declarar
a todo el mundo su carácter de incomunicabilidad, cierta insistencia de que
sobre ellas puede hablarse solamente empleando su propia terminología (una
pintura abstracta, por ejemplo, puede decir algo vital sobre otra). El lenguaje
no cubre ya por más tiempo todas las zonas que desearíamos de nuestra
experiencia. No lo cubre, ni con exactitud, ni con riqueza.
Steiner, Director
de Estudios de Inglés en el Churchill College de Cambridge, hablaba acerca del
estado actual de los estudios del inglés en las universidades británicas y
dudaba sobre si conseguirían importancia relevante en un mundo con creciente
orientación científica, más y más dependiente siempre del lenguaje de las
matemáticas, en un mundo lleno de anotaciones simbólicas y en clave. Tal es,
por supuesto, un aspecto más del problema general de «las dos culturas»; y
eventualmente nos hallaremos nosotros mismos enfrentados con esto, a partir de
una elección que no puede ser ya formulada adecuadamente en términos
académicos. Se halla envuelto en ello nada menos que el propósito y la
significación de la vida humana, siendo de índole ética la elección última (la
elección entre el bien y el mal).
Steiner sugirió
que existían muy pequeños indicios demostrativos de que los estudios literarios
enriquecían o estabilizaban la percepción moral, en cuanto humanizaban al
estudiante. Esta conclusión se basa en cierta aproximación académica a
determinados aspectos que son tal vez los más idóneos del tema elegido por Steiner
(«El estado actual de los estudios del inglés en las universidades
británicas»). Me gustaría considerar el problema desde un punto de vista más
general. Puede ser cierto que el estudio de las humanidades incluya muy poco
para humanizar la sociedad: pero debemos distinguir, en esta esfera, entre el
estudio y la práctica de las humanidades; y entonces, acto seguido, tal
conclusión se hace menos evidente.
En otra ocasión deploré la fatal decisión que se
tomó cuando el «English Tripos» fue establecido, en Cambridge, el año 1917. Se
decidió entonces, de una manera totalmente arbitraria y sin tener en cuenta
para nada las posibles consecuencias, que la disección y el análisis eran
métodos adecuados para llegar a la literatura y que la escritura, como arte, no
era materia adecuada para la enseñanza universitaria. Esta decisión marcó, de
hecho, el inicio del primer alejamiento de la palabra. Las consecuencias
finales de esta decisión no pudieron ser previstas, porque no se podía saber
entonces que el ejemplo de Cambridge sería seguido por todas las universidades
de habla inglesa, ni se podía saber que una escuela de crítica literaria se
basaría sobre este método académico y triunfaría por igual en toda el área de
la lengua inglesa. Steiner se inclina a atribuir esta evolución a un inevitable
proceso histórico: las ciencias crecen más y más matemáticamente, los conceptos
tradicionales de la sintaxis se convierten cada vez en menos adecuados. Yo no
acepto este mito histórico. El verdadero hecho es que «la palabra» fue
traicionada por algunas personas en ocasiones específicas y que la presente
inefectividad de la «literatura como fuerza humanizante» nace lógicamente de
esta decisión académica.
La literatura inglesa, en tanto que arte de
creación, se ha visto sujeta a medio siglo de análisis estériles. No creamos
que el fracaso en constituirse como fuerza humanizante en las universidades, o
dondequiera que los juicios académicos son aceptados como decisión final, haya
radicado en su propia debilidad. Fuera de las universidades, al margen de los
criticismos académicos, la literatura inglesa ha proseguido su curso
independiente y ha manifestado su innata vitalidad lingü̈ística.
Los mejores escritores del inglés de nuestra época –Shaw, Yeats, Joyce,
D.H. Lawrence y Faulkner– no solamente están fuera de toda
tradición académica, sino que tan pronto como han tenido conciencia de ello lo
han tratado con rotundo desprecio exterior. Baste rememorar la denuncia de
Lawrence del intelectualismo árido de Cambridge, formulada en la fase alrededor
de la cual se perpetró el asesinato de la palabra, La posición no ha cambiado:
los mejores escritores de hoy día son «externos», incontaminados por la
educación académica, indiferentes a los criticismos académicos.
Sin embargo, existe otra situación que amenaza a
la palabra como medio de comunicación. El reemplazamiento de la descripción
verbal por ciertas «notaciones simbólicas y codificadas» ha alcanzado efectos
directos sobre la escritura en filosofía (y en otras materias, como la
psicología o la sociología, que han renunciado a cualquier descripción verbal).
Pero en el arte de la literatura –poesía– y del drama no se trata de ninguna
cuestión acerca de algún nuevo lenguaje: la existencia y continuidad del arte
mismo se ven amenazadas. Aunque pueda ser difícil en el presente concebir
civilización ninguna sin su literatura representativa, ello sigue siendo una
posibilidad. La palabra impresa se ve reemplazada por el entretenimiento visual
o auditivo, recordado y difundido por medios mecánicos.
De acuerdo con Marshall McLuhan, el
resultado final de esta evolución sería «volver al individualismo anticuado».
La literatura (la palabra como medio de comunicación, entre individuo e
individuo) también se convertiría en anticuada. El concepto total de arte como
discurrir simbólico –resultado final de dos siglos de discriminación estética–
pierde su sentido en una situación («el nuevo stress» electrónico) que
excluye a la contemplación y a la meditación privadas. El siglo XX «ha
trabajado por sí mismo, al margen de las condiciones de pasividad»: con poca
conciencia, podríamos añadir, de las consecuencias. Podemos seguir a McLuhan y
otros escritores, en este campo, previendo con optimismo las consecuencias de
un progreso tecnológico que inevitablemente transformará nuestras actitudes
(ordinarias o convencionales) y a la misma sociedad, como sistema económico;
pero antes de que lleguemos a perder todo sentido de los valores en esta «la
máxima entre todas las épocas humanas, ora en las artes, ora en las ciencias»
(según la frase optimista de McLuhan), se encontrará habiéndose privado uno a
sí mismo de toda razón obligatoria de existencia, aparte de cierto erectismo
egoísta y autodestructivo.
McLuhan es el
exponente de una especie de historicismo que ha sido criticado tan eficazmente
por Karl Popper. La literatura –arte de todo tipo– es considerada como
un epifenómeno: una actividad social subordinada a sobresalientes procesos
tecnológicos de producción y arrastrada a flotar, o a hundirse, en el
inevitable progreso de los sistemas de comunicación. El cambio mismo es
aceptado como “la norma o el arquetipo de la vida social”.
Pero el arte se ve afectado no por este cambio
sino por la estabilidad: por el equilibrio y no por el movimiento. Su primer
propósito estriba en mediar entre el mundo interior de la psique y el mundo
exterior de las realidades. Las obras de arte son puntos claves en este proceso
de «reificación», de autoindividuación y autodestrucción. Ningún cambio en el
sistema de comunicación puede alterar ni la necesidad básica, ni tampoco la
manera según la cual se satisface ésta, mediante actividades creadoras. El arte
es, en segundo lugar, una proyección simbólica de necesidades colectivas
inconscientes: el artista desde el nivel de su grandeza puede crear, en la
analogía de su autorrealización, obras complejas que funcionan como la
«reificación» (o representación simbólica) de la inconsciencia co lectiva de la
sociedad a la cual pertenece. En la evolución de la ciencia, o de la tecnología
de los sistemas de comunicación, nada puede afectar ni a estas necesidades
básicas humanas ni a los métodos básicos de satisfacerlas. Si la palabra y el
arte de la literatura, basado en la palabra, deben convertirse en cosa del
pasado, uno de los principales procedimientos de «reificación» se verá
frustrado. Entonces puede surgir la cuestión de si la palabra tiene algún
valor, especial o peculiar, para las funciones biológicas del arte: o bien, si
estas funciones pueden ser cumplidas por otros medios, visuales o auditivos. McLuhan
y otros que anuncian el alejamiento de la palabra admiten generalmente que
las necesidades estéticas del hombre electrónico quedarán plenamente
satisfechas por medios orales y visuales de comunicación. Yo no creo que esta
suposición resulte justificada, por las razones que ahora intentaré exponer.
En un principio existió la palabra, el logos.
Muchas páginas se han compuesto, merced a la imprenta del bueno de Guttenberg,
para explicar este hecho místico: pero las mejores páginas son las últimas, es
decir, las de Heidegger, el filósofo moderno poseedor de un conocimiento
total de todos los pensamientos que se han dedicado a este problema en el
pasado. Según Heidegger, logos significa precisamente lo que yo
llamo «reificación»: según sus palabras, una recolección de contradicciones
básicas y el establecimiento de una «agrupación interior o harmonía». Esta
recolección que agrupa «nunca es un mero juntar y acumular». Mantiene unidos,
en un lazo común, lo conflictivo y lo que tiende a alejarse: no lo deja caer ni
en ninguna dispersión ni en ningún azar. En este mantenimiento de lazos, el logos
presenta el carácter de fuerza de permisión, de fisis. No deja que lo
que tiene en su poder se disuelva en una libertad vacía de oposiciones, sino
que – uniendo los opuestos– mantiene la total agudeza de la tensión.
Sería difícil (y no necesario para nuestro
propósito presente) exponer con más detalle este concepto del logos: el
punto esencial, para entenderlo, radica en que el proceso tiene lugar «entre el
ser y el pensar»; esto quiere decir que es un proceso subjetivo y depende de
palabras, el único método evolucionado por el hombre para un pensar extensivo.
Naturalmente debemos admitir la existencia y la utilidad de módulos simbólicos
de pensamiento, tal como ocurre en las matemáticas. Igualmente nos debemos
guardar contra todo prejuicio intelectualista. Heidegger es el primero
en admitir que debemos «podar las excrecencias del intelectualismo de hoy día».
No es de mi incumbencia defender la metafísica y mucho menos la filosofía
analítica, ambas dependientes de la palabra. Mi principal preocupación por la
palabra se dirige a la palabra como símbolo concreto de sentimientos: en otros
términos, a la poesía. La poesía y el pensamiento no son una misma cosa (según
sostiene Heidegger). La poesía es superior al pensamiento y a la ciencia
porque, en la palabra y por medio de la palabra, se establece el ser de las cosas.
Lo hace, no de una manera mecánica –como una cámara fotográfica o un
computador–, sino con sentimiento (o bien, como diría Croce, por
intuición). La imagen-sonido de una palabra es una imagen sentimiento y es
mucho más evocativa que cualquier símbolo deshumanizado. No es un simple
contador, sino un signo que alcanza resonancia y profundidad. La palabra
pertenece al mundo primario de los sentimientos: la entera coherencia de
nuestras relaciones humanas, o de las relaciones con el mundo exterior, dependen
de la invención, del despliegue sintáctico y de la elaboración de palabras
significativas.
La transición de la poesía oral a la poesía
impresa, que certeramente ha sido considerada por McLuhan como
fundamental para el desarrollo formal de la poesía como arte, ni altera de
ningún modo ni amenaza la poética función de la palabra. Pueden haber aumentado
los posibles «niveles de significado» en la palabra: increméntase con ello
enormemente el rango y la efectividad de la literatura. Pero la palabra sigue
siendo el vínculo de la revelación y de la acción de las cosas: ningún progreso
en la aprehensión del ser resulta concebible sino en forma de progreso en la
magia verbal, como progreso de la poesía. A pesar del «advenimiento del hombre
electrónico», esta función de la palabra permanece inalterada y solamente la
palabra puede tener esta función. Resulta también posible que el hombre
electrónico decida divorciarse de la palabra, de la poesía, y que se satisfaga
con artes que exploten mecánicamente imágenes producidas. Resulta incluso
posible que el hombre electrónico se olvide de leer: ya empieza a ser dudoso el
que algo más de una parte infinitesimal de la gente pueda leer poesía, como se
leía hace solamente medio siglo; si se aproximan a ella, lo hacen con un propósito
más analítico que intuitivo. Hasta resulta posible que la totalidad de nuestra
literatura pasada se convierta en una inaccesible cultura «mandariniana», sin
ningún significado para las generaciones iletradas. Todos estos acontecimientos
son solamente posibles. pero debemos valorar su importancia. Según mi opinión,
su coste sería el sacrificio de los más elevados logros de la civilización
humana o el retorno a la barbarie, o la invención de una nueva especie de
barbarie: el barbarismo tecnocrático.
Las formas de tal nueva barbarie aparecen ya como
evidentes, no solamente desde los artificios técnicos y desde la opulencia
económica, sino también desde la ausencia general de toda sanción ética, tanto
en la esfera privada como en la pública. Incluso cuando se otorga cierto
«rostro» moral a las acciones políticas (defensa de la libertad, democracia,
abolición de la explotación capitalista y del colonialismo), los medios usados
para tales fines (bombardeo de poblaciones civiles, empleo de gases venenosos y
lanzallamas, torturas y prisiones sin previo juicio) ofrécense como inhumanos,
hasta el punto de que esos medios inmorales anulan sus finalidades morales. El
aspecto más horrible del nuevo barbarismo emerge de la indiferencia moral, de
sus complacencias egoístas. Hubo un tiempo en que las atrocidades perpetradas
en Armenia, o en el Congo, indignaban efectivamente la conciencia de todo el
mundo civilizado. Hoy día el ciudadano medio encoge sus hombros y cuenta el
dinero de su bolsillo: hasta llega a celebrar que se le ofrezcan ciertas
pequeñas dosis de excitación sádica desde la pantalla de su televisor.
George Steiner duda de
que esta indiferencia moral tan extendida pueda quedar afectada por la palabra:
«Me hallo completamente incapacitado para afirmar firmemente si las humanidades
humanizan». Pero yo ya he apuntado que Steiner solamente está capacitado
para lanzar este aserto porque academiza y fosiliza las humanidades: por ello
habla del «enfoque de la conciencia ante los textos escritos», como si fuera éste
el procedimiento por el que las humanidades humanizan. Sugiere, por cuanto
nosotros estemos entrenados a conceder crédito moral y psicológico a lo
imaginario, que encontramos más difícil identificarlo con el mundo real, lo
cual implica que carecemos de aptitudes naturales para la respuesta estética. Y
esto, por supuesto, es un error. No reaccionamos a las experiencias estéticas
porque, desde la infancia, una civilización tecnológica anula en nosotros la
experiencia. Nacemos en condiciones de alienación y permanecemos en estas
condiciones: nada se hace, en ningún lugar del mundo (ni siquiera en China),
para huir de este estado de cosas; es decir, para restaurar el individualismo
humano, para ir hacia una relación directa con la naturaleza y hacia una experiencia
directa con el trabajo creador. No existe esperanza, para la humanidad, si el
único camino en el cual el mundo imaginario del arte y la literatura pueden ser
puestos al alcance del individuo se hace por los senderos del entrenamiento
académico. La época más elevada para el arte no fue ni establecida ni
sustentada por actividades académicas: fue la creación de artesanos, para
quienes el lagos –ya como pensamiento, ya como imagen labrada– era una realidad
viviente, sustancia y símbolo de sus sentimientos más íntimos. Si no podemos
redescubrir estos principios y volver a la vida creativa del espíritu («porque
todo verdadero poder y belleza del cuerpo, toda seguridad y audacia en el
combate, toda autenticidad e inventiva en la comprensión, están apoyados siempre
en el espíritu y se levantan o caen solamente por el poder o la trascendencia
del espíritu», al decir de Heidegger), tampoco podremos esperar sino el
oscuro final de nuestro mundo, irrevocablemente condenado a la tecnología sin
restricciones y a la proliferación de los instrumentos para su autodestrucción.
Publicado en Polémica,
n.º 12, mayo 1984
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